sábado, 6 de agosto de 2011

El hombre como viajero. La intención del fin y la elección de los medios.


Germán Massedotti
Introducción
El subtítulo de nuestro trabajo se explica por aquella afirmación que formula Santo Tomás de Aquino cuando se pregunta si la elección es solamente acerca de las cosas que son para el fin o también acerca del mismo fin. Afirma en su respuesta al problema que el fin no puede ser objeto de elección porque ella se sigue de la sentencia o juicio que es conclusión del silogismo práctico, pero el fin no es conclusión sino principio en el orden de lo operable. De este modo el fin, en cuanto tal, no es objeto de la elección. Aún teniendo en cuenta que lo que es fin en una acción se puede ordenar a otro fin y de este modo puede ser elegido, sin embargo, el fin último de ningún modo (nullo modo) puede ser elegible[1]. El fin último es único; donde haya varios fines puede darse entre ellos elección, pero como ordenables a un fin ulterior, es decir, el fin último[2].
En nuestro trabajo, partiendo de la premisa que afirma que la intención es del fin y la elección es de los medios, intentaremos reflexionar sobre el hombre como ser viajero que, mediante la elección de los medios conducentes a su verdadero fin último, logra paulatinamente la consecución de la felicidad.
En estas reflexiones nos auxiliará, fuera de Tomás de Aquino, nuestro Leopoldo Marechal (1900-1970) a partir de su obra Descenso y ascenso del alma por la belleza[3].

El fin último del hombre
Santo Tomás de Aquino dedica la primera de la cuestiones de la I-II de su Suma de Teología al tratamiento del fin último del hombre. El Aquinate distingue dos órdenes al momento de afirmar la existencia de un fin último en la vida humana[4]: el orden de la intención (ordo intentionis) y el orden de la ejecución (ordo executionis)[5] y sostiene que en ambos debe darse la existencia de algo primero. De este modo, lo primero en el orden de la intención es como el principio motor del apetito y si se substrae este principio no hay quien mueva este apetito. A su vez, lo primero en la ejecución es aquello de lo que parte la obra correspondiente, de manera que quitado ese principio, nadie comenzaría a obrar. Si no hubiera último fin, no habría apetencia de nada ni se terminaría acción alguna ni reposaría la intención del que obra. Si tampoco hubiera algo primero en las cosas que son para el fin, nada se obraría[6].
Entre otras razones que señala el Angélico para establecer el carácter de único del fin último, una es que se vuelve necesario que el fin último complete de tal modo el apetito del hombre que no quede nada por desear fuera de él[7], pero esto no sería posible si le faltara algo para su perfección. Todo lo que quiere el hombre lo hace bajo la razón de bien, de manera que lo querrá como bien perfecto, y en este caso se trata del último fin, o como algo que conduce al último fin[8]. Los bienes deseables mueven a la voluntad (apetito racional) en orden a lo primero apetecible, que es el último fin[9].
Casi terminando esta cuestión, el Angélico afirma que el último fin puede ser considerado de dos maneras: ya sea bajo la razón de fin último, ya sea en cuanto a aquello en lo que se encuentra el fin último. Por cierto que todos los hombres están de acuerdo en desear el último fin en cuanto a su razón. ¿Acaso hay algún hombre que no desee el cumplimiento de su perfección? Sin embargo, acerca de aquello en lo que se encuentra este último fin, no todos coinciden. Es notable el criterio que expresa Santo Tomás al momento de descifrar el verdadero fin último del hombre: del mismo modo que, en absoluto, será lo más deleitable aquello en lo que más se deleita el que tiene el mejor gusto, del mismo modo el bien completísimo que será el fin último del hombre será el que es apetecido como tal por quien tenga el gusto más purificado[10].
Pero ¿cuál es el verdadero fin último del hombre? Como afirma el mismo Tomás, es imposible que la felicidad del hombre se encuentre en algún bien creado; todas las criaturas participan de la bondad pero no son la Bondad. Por esto, sólo Dios es el verdadero fin último del hombre[11], en cuya consecución está la felicidad. Por esto Marechal afirma que “[…] la vocación del alma es la de una dicha perpetua, lograda en el descanso que da la posesión sin fin de lo bueno, y de lo bueno único, total, absoluto y perdurable”[12]. Dios es este Bien único, total, absoluto y perdurable.

La vocación del hombre
Como afirma San Isidoro de Sevilla:

“Por la belleza de las cosas creadas nos da Dios a entender su belleza increada, que no puede circunscribirse, para que vuelva el hombre a Dios por los mismos vestigios que le apartaron de Él; en modo tal que, al que por amar la belleza de la criatura se hubiere privado de la forma del Creador, le sirva la misma belleza terrenal para elevarse a la hermosura divina”[13].

El hombre se encuentra en esta vida peregrina con el fin de alcanzar su verdadero último fin mediante la elección de los medios. La vida del hombre en este mundo, es “un descenso y ascenso” por la hermosura[14], es “un perderse y encontrarse luego, por obra de un mismo impulso y de un amor igual”[15].
El hombre tiene una vocación natural que genera una serie de gestos o movimientos propios en su alma. Ella se mueve con un triple movimiento: el circular, el oblicuo y el directo. El movimiento circular del alma responde al giro sobre su vocación, “[…] es decir, en torno a su anhelo por el Bien absoluto y sin fin”[16]. Mediante el descenso a las cosas exteriores, el alma genera un movimiento directo con el fin de interrogar a las cosas. Por último, su gesto es oblicuo cuando “[…] medita la respuesta de las criaturas y la refiere a su vocación”[17]. Estos movimientos del alma no se dan de manera separada sino simultánea. Se resuelven en uno solo que es circular, oblicuo y directo a la vez. La analogía para entender esta concurrencia de gestos simultáneos del alma es la línea espiral. Pero el movimiento más específico sigue siendo el circular, “[…] puesto que tal es el movimiento propio de la inteligencia”[18].
Su vocación “no es otra que la de poseer perpetuamente «lo verdaderamente bueno»”[19]. Esta vocación del alma “[…] es la vocación de su destino sobrenatural, su sed legítima”[20].
Cuando el hombre desciende ante el llamado de las cosas, que son bellas, lo hace movido por el amor “[…] porque quiere ser feliz con la posesión de lo bueno”[21].
El problema del hombre que busca su felicidad es “un problema de aritmética amorosa”, como observa Marechal.
Las cosas creadas por cierto son bellas, dado que son verdaderas y buenas. Como dice nuestro autor, para los antiguos “la hermosura se nos manifiesta como cierto «esplendor»”[22]. Pero ¿de qué son esplendor las cosas bellas? Ellas son esplendor de lo verdadero (splendor veri); de la forma (splendor formae) y del orden (splendor ordinis).
Debe tenerse en cuenta que “[…] toda hermosura resplandece sobre una verdad, y que todo lo hermoso es verdadero y amable”[23]. Pero es amable por la presencia de algo bueno. El hombre aprehende la hermosura de las criaturas, y el aparente conflicto de la verdad y del bien en el acto de aprehender su hermosura se resuelve “dando a la inteligencia «el esplendor de lo verdadero» y a la voluntad «el amor de lo bueno»”[24]. La verdad se manifiesta en la hermosura.
¿En dónde radica, en consecuencia, el problema de la felicidad del hombre? Porque es cierto que “[…] la criatura, con su belleza relativa, nos proporciona alguna verdad con la intención de cierto bien”[25]. El gesto natural de las criaturas es el de revelarnos la hermosura como esplendor de la verdad y como esplendor del orden. Recordemos, como ya fue dicho, que la vocación del alma es su destino sobrenatural. ¿En dónde está la clave para descifrar el enigma de la felicidad humana?
“La creación nos propone la verdad en enigmas, como la esfinge multiforme que mató Edipo cerca de Tebas”, observa Marechal. Por cierto que en la resolución de este enigma hay un modo adecuado de hacerlo, pero también el hombre puede equivocarse de doble manera. La buena solución, que vuelve feliz al hombre, es la de asumir el señorío que él tiene sobre la cosas medirlas con su vara de señor y de juez[26]. Cuando el alma que juzga a las cosas creadas las interroga, ellas le responden con la noción de un bien relativo, disperso y mortal. Al darnos cuenta de su carácter finito, las criaturas nos vuelven a hacer presente la desproporción infinita entre lo que ellas nos ofrecen y nuestra infinita vocación. Ellas, al momento de ser medidas con la vara de juez por parte del hombre, observa Marechal, “[…] nos revelan, no su secreto, sino nuestro secreto”[27]. Este modo adecuado de resolver el enigma se logra mediante el amor ordenado de la criatura hermosa que nos conduce al Creador que es la misma Hemosura.
Porque existen dos riesgos, que son las falsas soluciones del enigma y si el hombre elige mal queda devorado por la esfinge:

“[…] podría ser que mi héroe, desengañado de las cosas, les reprochara su esterilidad y falsía, y se detuviera luego en el reposo de un escepticismo que suele malograr esta primera realización. También podría ser que desengañado y todo, pero incapaz de seguir adelante, se obstinara en el amor de las cosas terrenas, exigiéndoles, en su desvarío, lo que bien sabe que le negarán: se arriesgaría entonces en el declive de la desesperación, vale decir, en otro descenso, pero ya de resultados incalculables”[28].

El segundo de los riesgos es grave, por cierto, y aquí se vuelve presente aquel “problema de aritmética amorosa” antes aludido. Porque el hombre “[…] desciende a las criautras, en descenso de amor, porque quiere ser feliz con la posesión de lo bueno. Y aunque su sed es legítima, comete un error, y es un error de proporciones el suyo: pues entre el bien que le ofrece la criatura y el bien con que sueña el alma existe una desproporción inconmensurable”[29].
Pero no menos grave es  el primero de malos caminos indicados.  ns.les ensu as cosas terrenas, exigincapaz de seguir adelante, se obstinara enel rimera realizaci "rogar a las cosas. Porque la cuestión no consiste en hacer caso omiso de las criaturas sino, contando con el auxilio de la gracia, hacer un buen uso, por medio de una elección iluminada covenientemente por la inteligencia, de las mismas cosas creadas. El hombre, teniendo “el pie clavado” como el juez, como indica nuestro autor, juzga sobre sí mismo y sobre las cosas.
En referencia a las cosas, que ahora ascienden a él (ya él no desciende a ellas), descubre un “sí” antes que un “no”. Es cierto que “las criaturas responden con un «no» al amante que desciende a ellas”, pero al juez inmóvil que las interroga da un «sí»”[30].
Las criaturas –mediante cuya elección ordenada conseguimos nuestro verdadero último fin- por una parte “[…] niegan ser el destino del hombre, cuando el hombre las interroga por su destino”; pero también “[…] no se limitan a negarlo, sino que dicen: «Búscalo más arriba». Y no sólo nos convidan a un ascenso, sino que se nos ofrecen, como peldaños, porque las cosas nos llaman, con la voz de la hermosura, y ese llamado de las cosas trae una intención de bien”[31]. El que interrogue a las criaturas,

“[…] si es un juez equitativo, alcanzará el «sí gozoso» que dan las criaturas cuando niegan. Conocerá entonces el número, peso y medida de su belleza, y les dará su nombre verdadero; y ser bien nombradas, ha ahí la justicia que las cosas reclaman de nosotros; porque su justicia depende de nuestra justicia. Y el que refiera la hermosura, de las cosas al hombre y del hombre al Creador, dirá, con San Agustín, que la belleza es «el esplendor del orden o de la armonía»”[32].

En relación a sí mismo,  el hombre juzga “[…] su vocación de amor, la nunca silenciosa”[33].
“Y el tenor de su juicio podría ser el que sigue: todo llamado viene de un Llamador, y por la naturaleza del llamado es dable conocer la naturaleza del que llama.

“Si la suya es vocación de amor, Amado es el nombre del que llama; si de amor infinito, Infinito es el nombre del Amado.
Si el amor del alma tiende a la posesión perpetua del bien único, absoluto y sin fin, Bondad es el nombre del que llama.
Si el bien es alabado como hermoso, Hermosura es el nombre del que llama.
Si lo bello es el esplendor de lo verdadero, Verdad es el nombre del que llama.
Si el alma reconoce su destino final en la posesión del Bien así alabado y así conocido, Fin es el nombre del que llama
Y como Bien, Amor, Hermosura, Verdad y Fin son nombres cuya diversidad conviene a la unidad simplísima de Dios, Dios es el nombre del que llama”[34].

A modo de conclusión
El hombre en este mundo es un ser itinerante, que está de viaje. Por medio de las elecciones ordenadas al fin último paulatinamente va forjando, con el auxilio de la gracia, la consecución de su propia felicidad.
La condición de homo viator vuelve a la vida del hombre una aventura estético religiosa[35], en la cual cuenta con las otras criaturas –cada uno de nosotros también lo es- como peldaños que lo conducen a la Patria definitiva.






[1] S. Th. I-II, q. 13, a. 3, c.: “Respondeo dicendum quod, sicut iam dictum est, electio consequitur sententiam vel iudicium, quod est sicut conclusio syllogismi operativi. Unde illud cadit sub electione, quod se habet ut conclusio in syllogismo operabilium. Finis autem in operabilibus se habet ut principium, et non ut conclusio, ut philosophus dicit in II Physic. Unde finis, inquantum est huiusmodi, non cadit sub electione. Sed sicut in speculativis nihil prohibet id quod est unius demonstrationis vel scientiae principium, esse conclusionem alterius demonstrationis vel scientiae; primum tamen principium indemonstrabile non potest esse conclusio alicuius demonstrationis vel scientiae; ita etiam contingit id quod est in una operatione ut finis, ordinari ad aliquid ut ad finem. Et hoc modo sub electione cadit. Sicut in operatione medici, sanitas se habet ut finis, unde hoc non cadit sub electione medici, sed hoc supponit tanquam principium. Sed sanitas corporis ordinatur ad bonum animae, unde apud eum qui habet curam de animae salute, potest sub electione cadere esse sanum vel esse infirmum; nam apostolus dicit, II ad Cor. XII, cum enim infirmor, tunc potens sum. Sed ultimus finis nullo modo sub electione cadit”.
[2] S. Th. I-II, q. 13, a. 3, ad 1: “Ad secundum dicendum quod, sicut supra habitum est, ultimus finis est unus tantum. Unde ubicumque occurrunt plures fines, inter eos potest esse electio, secundum quod ordinantur ad ulteriorem finem”.
[3] Leopoldo Marechal, Descenso y ascenso del alma por la belleza, Buenos Aires, Vórtice, Estudio Preliminar y Notas del Dr. Pedro Luis Barcia, 1994.
[4] S. Th. I-II, q. 1, a. 4: Utrum sit aliquis ultimus finis humanae vitae.
[5] S. Th. I-II, q. 1, a. 4, c.
[6] S. Th. I-II, q. 1, a. 4, c.: “[…]. In finibus autem invenitur duplex ordo, scilicet ordo intentionis, et ordo executionis, et in utroque ordine oportet esse aliquid primum. Id enim quod est primum in ordine intentionis est quasi principium movens appetitum, unde, subtracto principio, appetitus a nullo moveretur. Id autem quod est principium in executione, est unde incipit operatio, unde, isto principio subtracto, nullus inciperet aliquid operari. Principium autem intentionis est ultimus finis, principium autem executionis est primum eorum quae sunt ad finem. Sic ergo ex neutra parte possibile est in infinitum procedere, quia si non esset ultimus finis, nihil appeteretur, nec aliqua actio terminaretur, nec etiam quiesceret intentio agentis; si autem non esset primum in his quae sunt ad finem, nullus inciperet aliquid operari, nec terminaretur consilium, sed in infinitum procederet”.
[7] S. Th. I-II, q. 1, a. 5, c.: “[…]. Oportet igitur quod ultimus finis ita impleat totum hominis appetitum, quod nihil extra ipsum appetendum relinquatur”.
[8] S. Th. I-II, q. 1, a. 6, c. :“Primo quidem, quia quidquid homo appetit, appetit sub ratione boni. Quod quidem si non appetitur ut bonum perfectum, quod est ultimus finis, necesse est ut appetatur ut tendens in bonum perfectum”.
[9] S. Th. I-II, q. 1, a. 6, c.: “Secundo, quia ultimus finis hoc modo se habet in movendo appetitum, sicut se habet in aliis motionibus primum movens. Manifestum est autem quod causae secundae moventes non movent nisi secundum quod moventur a primo movente. Unde secunda appetibilia non movent appetitum nisi in ordine ad primum appetibile, quod est ultimus finis”.
[10] S. Th. I-II, q. 1, a. 7, c.: “Respondeo dicendum quod de ultimo fine possumus loqui dupliciter, uno modo, secundum rationem ultimi finis; alio modo, secundum id in quo finis ultimi ratio invenitur. Quantum igitur ad rationem ultimi finis, omnes conveniunt in appetitu finis ultimi, quia omnes appetunt suam perfectionem adimpleri, quae est ratio ultimi finis, ut dictum est. Sed quantum ad id in quo ista ratio invenitur, non omnes homines conveniunt in ultimo fine, nam quidam appetunt divitias tanquam consummatum bonum, quidam autem voluptatem, quidam vero quodcumque aliud. Sicut et omni gustui delectabile est dulce, sed quibusdam maxime delectabilis est dulcedo vini, quibusdam dulcedo mellis, aut alicuius talium. Illud tamen dulce oportet esse simpliciter melius delectabile, in quo maxime delectatur qui habet optimum gustum. Et similiter illud bonum oportet esse completissimum, quod tanquam ultimum finem appetit habens affectum bene dispositum”.
[11] S. Th. I-II, q. 2, a. 8, c.: “Respondeo dicendum quod impossibile est beatitudinem hominis esse in aliquo bono creato. Beatitudo enim est bonum perfectum, quod totaliter quietat appetitum, alioquin non esset ultimus finis, si adhuc restaret aliquid appetendum. Obiectum autem voluntatis, quae est appetitus humanus, est universale bonum; sicut obiectum intellectus est universale verum. Ex quo patet quod nihil potest quietare voluntatem hominis, nisi bonum universale. Quod non invenitur in aliquo creato, sed solum in Deo, quia omnis criatura habet bonitatem participatam. Unde solus Deus voluntatem hominis implere potest; secundum quod dicitur in Psalmo CII, qui replet in bonis desiderium tuum. In solo igitur Deo beatitudo hominis consistit”.
[12] Leopoldo Marechal, p. 65.
[13] “Ex pulchritudine circumscriptae criaturae, pulchritudinem suam quae circumscribit nequit, facit Deus intelligi, ut ipsis vestigis revertatur homo ad Deum, quibus aversus est, ut qui per amorem pulchritudinis criaturae, a Creatoris forma se abstulit, rursum per criaturae decorem ad Creatoris revertatur pulchritudinem” (Sentencias I, 4). Seguimos la misma traducción de Leopoldo Marechal en su comentario.
[14] Cfr. Leopoldo Marechal, p. 44.
[15] Leopoldo Marechal, p. 44.
[16] Leopoldo Marechal, p. 114.
[17] Leopoldo Marechal, p. 114.
[18] Leopoldo Marechal, p. 114.
[19] Leopoldo Marechal, p. 65.
[20] Leopoldo Marechal, p. 65.
[21] Leopoldo Marechal, p. 71.
[22] Leopoldo Marechal, p. 54.
[23] Leopoldo Marechal, p. 56.
[24] Leopoldo Marechal, p. 56.
[25] Leopoldo Marechal, p. 57.
[26] Cfr. Leopoldo Marechal, Leopoldo Marechal, p. 88.
[27] Leopoldo Marechal, p. 89.
[28] Leopoldo Marechal, p. 96.
[29] Leopoldo Marechal, p. 71.
[30] Leopoldo Marechal, p. 106.
[31] Leopoldo Marechal, p. 106.
[32] Leopoldo Marechal, p. 107.
[33] Leopoldo Marechal, p. 97.
[34] Leopoldo Marechal, p. 97-98.
[35] Recomendamos el excelente estudio preliminar del Dr. Pedro Luis Barcia que antecede a la obra de Marechal citada.

¿Es posible una solidaridad forzada? Reflexiones en torno a la ley 26.066 y la figura del donante presunto

En Revista Persona, número 53, mayo de 2006: http://www.revistapersona.com.ar/Persona53/53Masserdotti.htm



¿Es posible
una solidaridad forzada?
Reflexiones en torno A LA ley 26.066
y la figura del donante presunto

                                                                    Germán Masserdotti
 
Introducción
La reciente modificación de la ley 24193 sobre ablaciones y trasplantes de órganos en la República Argentina, sancionada el 30 de noviembre de 2005 y promulgada el 21 de diciembre del mismo año (Cfr. Boletín Oficial del 22 de diciembre de 2005) es un hecho que suscita varias reflexiones desde diferentes ámbitos de la ciencia. Nuestro enfoque considerará a la misma desde el ángulo de la filosofía práctica y en particular procurará iluminar las siguientes cuestiones:
1º La extracción y el trasplante de órganos a la luz de la filosofía moral.
2º La relación entre la persona humana y la sociedad política.
3º La presunción del consentimiento acerca de la donación de órganos como señal del totalitarismo de Estado.
 
La extracción y trasplante de órganos a la luz de la filosofía moral
En la actualidad, la opinión más generalizada es la que afirma no sólo la licitud sino incluso la recomendación de la extracción y trasplante de órganos, supuesto en todos los casos el carácter deliberado y libre del acto de donación de los mismos. Es cierto, y nos interesa dejarlo bien en claro, que el acto de donar órganos es una obra de liberalidad y de amor a nuestros prójimos muy loable. La realización de un sacrificio no contrario a la naturaleza humana motivada por una intención tan noble como es la de devolver la salud a otro hombre merece todos los elogios. Sin embargo, estas consideraciones no convierten en evidente la licitud del mismo acto, como veremos. A dilucidar la cuestión de su conformidad apuntan las siguientes reflexiones.
En primer lugar nos preguntamos si los trasplantes de órganos son actos lícitos en sí mismos considerados. Como señala Javier Hervada: “Los trasplantes de órganos plantean sobre todo un problema de base: ¿son lícitos en sí mismos? Es éste el problema fundamental; si fuesen intrínsecamente ilícitos sería inútil preguntarse por ulteriores cuestiones” [1]. Al cuestionar la licitud de esta acción en sí misma considerada, estamos aludiendo a la conformidad o no conformidad del objeto de esta acción moral con la ley moral natural.
¿Qué entendemos por trasplantes? Definimos el trasplante como “el traslado de una porción mayor o menor de tejido o de un órgano desde una parte del cuerpo a la otra, o desde un organismo a otro”[2].
Podemos distinguir las siguientes especies de trasplantes:
1. Autotrasplantes (autoinjertos o injertos autoplásticos): cuando el donante y receptor es el mismo individuo, llevando de una parte a otra de su organismo un trozo de piel, de hueso, etc.
2. Heterotrasplantes: el donante y el receptor son distintos, siendo en unos casos el donador un animal y en otros, más frecuente, otro hombre, y se suele hablar entonces de homotrasplantes (homoinjerto o injertos homoplásticos y homólogos). Dentro de esos trasplantes hombre-hombre, caben a su vez dos posibilidades, ya que se trata del trasplante de órganos o tejidos procedentes de un cadáver o de un vivo[3].
Teniendo en claro qué es un trasplante, Formulemos ahora nuestra reflexión moral en torno a esta acción.
Nos preguntamos: ¿son moralmente lícitos los trasplantes entre vivos? Si tenemos presente que la extracción del órgano se realiza en un hombre vivo, y esto implica que se trata de una mutilación, debemos considerar si la mutilación es o no lícita en sí misma. Tengamos presente, como señala el mismo Javier Hervada, cuál es el problema de fondo:
[…]. Sencillamente si es o no intrínseca o esencialmente inmoral la mutilación. […]. Si el trasplante de vivo a vivo no es intrínsecamente inmoral –contrario de suyo a la ley natural- entonces no hace falta recurrir al voluntario indirecto, sino a la regla general de que la licitud moral de los actos se determina por su objeto, fin y circunstancias[4].
Y agrega a continuación:
Pues bien, el fondo del problema es que los atentados directos a la propia integridad física son considerados intrínsecamente inmorales cuando se realizan propter alios. Por eso, sólo el voluntario indirecto justifica exponerse a la mutilación por razones del bien de los demás. En cambio, no se considera intrínsecamente inmoral la mutilación propter seipsum, y por ello cabe la mutilación directa cuando hay razones suficientes –objeto, fin y circunstancias- que se resumen en el bien del todo[5].
Por consiguiente, la mutilación en sí misma considerada no es intrínsecamente mala, debido a que una acción intrínsecamente mala es ilícita siempre. Pero dado que ella no es ilícita, y la extracción de órganos es una mutilación –si bien propter alios- ¿puede ser lícita alguna vez una extracción de órganos?
Nos preguntamos entonces “si la donación de un órgano está dentro de los fines racionales del hombre”[6]. Pareciera que no, dado que los órganos del cuerpo
tienen por finalidad la salud, conservación y funciones de ese cuerpo; no existen propter alios. Existen en función del ser de la persona y ésta no tiene el ser propter alios. Lo cual nos lleva ya a una conclusión inmediata: no existe ningún deber de justicia de ofrecer un órgano. La donación de un órgano –de ser lícita- es siempre un acto de liberalidad, nunca de justicia[7].
¿Cómo resolver, en consecuencia, esta objeción? Señala el mismo autor que el uso de los miembros del hombre según su finalidad
es medio para alcanzar los fines personales. El uso secundum naturam membri es ley natural en cuanto que ese uso es secundum naturam hominis Pero un uso que fuese secundum naturam hominis y,a a la vez praeter naturam membri no sería inmoral. Nos indicaría, eso sí, algo muy importante, a saber, que tal uso praeter naturam membri no es un uso que, de suyo, nazca primigeniamente de la naturaleza humana, sino de circunstancias históricas, que deben considerarse provisionales y transitorias. Algo, por lo tanto, que el hombre debe superar mediante el progreso científico o social[8].
Por lo que concluye:
El trasplante –operación quirúrgica terapéutica- es, sin duda, un acto de disposición del miembro praeter naturam suam, pero ¿es contra naturam hominis del donante? Supuesta la solución del problema de fondo –la no malicia intrínseca de la ablación de un miembro- entiendo que el sacrificio de un órgano puede ser lícito (puede ser una acción honesta), si se dan ciertos requisitos, esto es, si es honesto por razón del fin y de las circunstancias. Aquí es donde entran el amor y la solidaridad como fin honesto para justificar el trasplante; […] el amor al prójimo y la solidaridad humana justifican la donación. Supuesta esta finalidad, hay que añadir, a mi entender, un requisito fundamental, a saber, que el donante no quede gravemente perjudicado. [..]. Si este requisito no se da, el trasplante no es lícito[9].
Ahora nos preguntamos: ¿son lícitos los trasplantes entre muerto y vivo?
En torno a los trasplantes entre muerto y vivo, podemos destacar dos cuestiones principales. En primer lugar, la determinación del momento de la muerte. Nunca es lícito quitarle la vida a un inocente, ni siquiera bajo el motivo de ser solidario con otros. En segundo lugar, cuál es la naturaleza del cadáver. Como veremos, el actual cadáver fue, antes de muerte, el cuerpo humano como morada de un alma espiritual e inmortal y parte constitutiva y esencial de una persona humana, con quien compartía su dignidad, y algo de tal dignidad queda todavía en él[10].
En cuanto a la primera de las cuestiones, nos encontramos con diferentes criterios a la hora de determinar el momento de la muerte[11] en medio de un debate arduo sobre cuál es el más adecuado.
Como señala Mario Caponnetto al inicio del trabajo que trata sobre el diagnóstico de muerte,
[…] el diagnóstico de muerte se ha tornado uno de los temas más difíciles tanto en lo que respecta al establecimiento de parámetros estrictamente médicos y objetivables mediante pruebas diagnósticas, cuanto –y sobre todo- en lo que se refiere a los graves dilemas éticos y a la necesidad de formular un juicio moral a la hora de retirar el apoyo de medidas vitales o de extraer órganos para trasplantes[12].
Señala con acierto nuestro autor que en esta cuestión del diagnóstico de muerte  se advierte
 […] un intento de deducir la moral a partir de la técnica, esto es, la pretensión de justificar moralmente post facto ciertas acciones técnico-médicas lo que pone en evidencia una mentalidad tecnocrática y utilitarista[13].
A continuación señala que todavía no contamos todavía con una verdadera definición de qué cosa sea la muerte. De este modo, su noción
no puede quedar en manos de una sola ciencia ni menos dejada al arbitrio de supuestos consensos sociales o culturales o de ciertas apreciaciones “promedio” de la opinión pública mudables conforme a la evolución de las ideas y de las costumbres.
Otra seria dificultad es “el predominio de un mentalidad mecanicista, atomista, reductiva en la valoración e interpretación de los datos y de los fenómenos biológicos”[14].
Antes de indicar los antecedentes históricos de la cuestión actualmente vigente, termina por afirmar que
Añádase la insistencia, en algunos círculos, en determinar el momento de la muerte sobre la base de confusas concepciones de la persona humana aunando, de este modo, el ya señalado criterio utilitarista con premisas antropológicas que contradicen la irrecusable unidad corpóreo-anímica del hombre[15].
En el año 1968, un Comité ad hoc de la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard redactó un documento
donde se establece la necesidad de formular una definición de muerte en reemplazo de criterios considerados obsoletos. Tal nueva definición de muerte se apoyaba, exclusivamente, sobre la afirmación de que el estado neurológico conocido como «coma irreversible» (falta completa de respuesta y sensibilidad, ausencia de movimiento y de respiración espontánea, ausencia de reflejos del tronco cerebral y coma de causa identificable) equivalía, sin más, a la muerte de una persona. Se pasó, así, de coma irreversible a muerte encefálica y de muerte encefálica a muerte humana[16].
Pero –no perdamos de vista la mentalidad pragmática tan imperante en nuestros días-, ¿qué mentalidad y propósitos guiaban a los miembros de este Comité?
Uno, la existencia de pacientes en estado de  coma irreversible «que constituyen una gran carga para sus familiar, para los hospitales, y para aquellos que necesitan camas hospitalarias que se encuentran ocupadas por pacientes comatosos». Dos, que « los criterios obsoletos para definición de la muerte pueden conducir a controversias en la obtención de órganos para trasplante»[17].
A este Comité, como afirma el mismo autor, “sólo lo guiaron razones puramente pragmáticas, utilitarias […]. No puede pedirse un ejemplo más claro de moral utilitarista. ¡Hasta el mismo Benjamín Bentham, padre del utilitarismo inglés, se hubiese escandalizado!”[18]. De esta manera –quede muy claro- “[…] el concepto de muerte encefálica nace con una cierta mácula original que, como veremos, lo ha signado en toda su posterior evolución y sigue signándolo en la actualidad”[19].
No resulta exagerado decir que la formulación de un criterio de muerte que permita establecer el momento preciso de la muerte de manera segura, rápida y razonable está lejos de nuestro horizonte al día de hoy. De allí el debate intenso que el tema genera en la bioética contemporánea y en los círculos allegados[20].
Podemos señalar que hay tres criterios básicos en discusión: 1. el criterio clásico de muerte cardiorespiratoria; b) el criterio de muerte encefálica total; c) el criterio de muerte como anulación de la conciencia, único fenómeno específicamente humano cuya ausencia basta para determinar el fin de la vida humana.
Dado que escapa al cometido de nuestro trabajo y no somos peritos en cuestiones médicas, no nos extenderemos específicamente en este tema, pero antes de continuar nos interesa señalar que el llamado criterio de “muerte cerebral” no cuenta con el acuerdo de toda la comunidad médica como criterio definitivo de muerte y que en todo caso deben considerarse otros parámetros dentro de la misma medicina además de los contemplados para la muerte cerebral.
Lo que sí destacamos con el mismo autor que estamos siguiendo es que se vuelve necesario “realizar una articulación epistemológica, lo que, en definitiva, equivale a una integración del conocimiento”[21].
En cuanto a la segunda de las cuestiones, por una parte, es cierto que una vez fallecida la persona, “las partes corporales pierden su ordenación al bien de la persona y, en consecuencia, son utilizables para trasplantes”. Pero, como sigue indicando Hervada,
[…] este principio debe ser conveniente matizado. No se puede situar al cadáver humano en el mismo plano que el del animal o en el de una simple cosa. El cadáver humano merece muy distinta consideración. El cuerpo muerto ha sido parte constitutiva esencial de una persona humana y algo de tal dignidad queda en él. Es, pues, necesario respetar las exigencias de la moral natural, que prohíbe considerar y tratar el cadáver de un hombre como simple cosa[22].
Entre los moralistas, en la actualidad,
[…] se acepta comúnmente que la ciencia médica necesita al cadáver tanto para la investigación como para la terapia. El progreso científico de nuestra época ha hecho posible que las partes sanas de un cadáver, desde la córnea al corazón, puedan ayudar a mejorar la salud de los vivos, y en ese sentido, todo lo que se haga para fomentar la donación de órganos es tarea laudable. Pero hay que dejar clara la libertad del donante y si ésta no es posible, la de sus allegados[23].
Pero – y aquí está el meollo de nuestro trabajo-, como sigue sosteniendo Miguel Ángel Monge,
No respeta por eso la libertad una ley que establece la donación como cosa obligatoria, como si el cadáver, que no es sujeto de derechos, quedara a merced de la autoridad civil. Este modo de entender, propio de una sociedad secularizada y socializante, está presente en la Ley española de Trasplantes, que establece la condición de donante en todo ciudadano, salvo que expresamente manifieste su oposición a serlo (cfr. Art. 5, 3)[24].
El autor hace mención de la ley española, pero lo mismo se aplica a la actual legislación positiva argentina, como ya sabemos y estamos analizando.
Antes de considerar el problema de la licitud o no licitud de la presunción del consentimiento para la extracción de órganos, incluso por parte de la sociedad política, nos ocuparemos de una cuestión previa, que es la siguiente: la relación entre la persona humana y la misma sociedad política, con el fin de iluminar todavía más nuestra posición acerca de la ilicitud de la presunción del consentimiento y nuestra convicción de que tal presunción en orden a la utilización de los órganos es una señal de auténtico totalitarismo.
 
La relación entre la persona humana y la sociedad política
Con cierta frecuencia, suele plantearse una dialéctica de contradicción entre la persona humana y la sociedad política. Por un parte, nos encontramos con algunos que, en vistas a defender al individuo personal en contra de la sociedad política, afirman un individualismo que se sostiene en diferentes grados pero tiene en todos los casos un factor común: concebir al hombre como un ente autónomo que se relaciona con otros entes autónomos e incluso con ese “mal necesario” llamado “sociedad política”. En contrapartida, nos encontramos con otros que, dado el carácter social del hombre, conocido por experiencia, terminan por diluir al individuo personal en el todo social como si el hombre fuera simplemente un engranaje más de la maquinaria social. Nos parece que la solución correcta de la cuestión de la relación entre la persona humana y la sociedad política no se encuentra en ninguna de estas posturas ideológicas.
A diferencia de estas consideraciones, sostenemos que el hombre es un animal político por naturaleza, que alcanza su perfección más acabada participando de la sociedad política. Teniendo presente que existen bienes privados de la persona y el bien común de la sociedad, también sostenemos que este bien común de la sociedad es el que mejor perfecciona al mismo individuo personal. En algún sentido, el orden social existe en función de la persona humana, si bien ella se ordena a la sociedad política como las partes al todo en otro sentido.
Como señala Juan Antonio Widow,
[…]. Es falsa la perspectiva que toma como punto de referencia la idea de un ser completo y autónomo, desde el cual se tiendan lazos hacia otros entes autónomos que le son semejantes. […]. Salvo Adán, todo hombre ha venido a la existencia a causa de otros, estando así vinculado a ellos por el hecho mismo de existir, y no por alguna decisión posterior[25].
Por consiguiente, sigue diciendo el mismo autor, “[…] si se concibe al individuo humano como un absoluto, como fin y no medio, como libre o independiente de toda necesidad moral, es inevitable la consecuencia de considerar cualquier relación con otro como un servirse de él, como un usar que es conveniente sólo en razón de los fines o intereses privados del primero”[26]. Esta advertencia vale ante la ideología individualista, por cierto.
Entonces, hecha la advertencia contra el individualismo, nos pregutamos: ¿Qué es lo primero, la persona o la sociedad?
Como señala el mismo Widow, “[…] es una cuestión muchas veces planteada, y mal planteada. Hay una confusión de planos, debida por lo general a una intervención de la imaginación ahí donde sólo puede desenvolverse bien la inteligencia”[27].
En el orden entitativo, claro está, la persona humana es primera en relación a la sociedad política, dado que ella es una substancia y la sociedad política es accidental. Pero no se sigue que la primacía de la persona sea absoluta “[..]  y que por consiguiente la sociedad, en el orden moral o práctico, es únicamente el medio para que la aquélla alcance sus fines propios”[28].
Una de las premisas más reiteradas para sostener la primacía de la persona sobre la sociedad, es aquella en que se afirma que no se puede subordinar un ser substancial a un ser accidental, por ser aquél antológicamente superior. En este argumento es donde juega el papel ilegítimo la imaginación: se piensa en un ser substancial y en un ser accidental como si fueran dos entidades físicamente diversas, una superior a la otra. […]
Si fueran físicamente diversas ambas entidades, es decir, si la sociedad, como ente accidental, tuviese una existencia ajena a la existencia de los hombres que la integran, tendría quizás sentido argumentar así. Pero eso es inteligible, si pensamos qué significa ser substancia y qué ser accidente: ningún accidente tiene entidad diversa a la entidad de la subtancia a la cual pertenece, pues su realidad es la realidad de la substancia, a la cual simplemente modifica o determina[29].
Si tenemos presente que “la perfección de un sujeto consiste en un desarrollo o despliegue de su ser accidental”, entonces vemos que “[…] puede afirmarse, sin temor a caer en aberraciones, que el hombre debe ordenarse a la virtud, o que el sabio tenga la sabiduría como fin de su existencia, pues ni la virtud ni la sabiduría son realidades ajeas o inferiores a la realidad del hombre que es virtuoso y sabio”[30].
Para concluir este apartado de nuestro trabajo, terminemos diciendo con el mismo autor:
[…] el hombre tiene como fin principal su perfección de hombre, que es un fin común a todo miembro de su especie; además, por no agotar el individuo humano esta especie, las formas que puede tener tal perfección en otros rebasan sus posibilidades de realización en el individuo. El hombre constituye sociedad al buscar una perfección que es por naturaleza común a él y a los otros y al participar, mediante la comunicación con esos otros, de los distintos modos de la perfección humana que en él, individualmente, no existen ni pueden existir. La sociedad es, pues, un converger ordenado de las personas a su perfección común, y un complementarse ellas en la comunicación mutua de las diversas y multiformes participaciones particulares de esa perfección. Es en este sentido en el cual la sociedad prima sobre la persona, subordinándose ésta de modo natural a aquélla por estar ahí su perfección[31].
 
La presunción del consentimiento acerca de la donación de órganos como señal del totalitarismo de Estado
Hemos visto ya que el acto de donación de órganos es un acto humano que implica, por consiguiente, la deliberación y el consentimiento de la voluntad para ser calificado moralmente. Presumir el consentimiento de acto de donación de órganos es destruirlo como acto de liberalidad –y o de justicia- que es. Importa destacar, como hemos dicho antes, que siendo lícito este acto –atendiendo a la intención del agente y a las circunstancias correspondientes-, sin embargo no está exigido por la justicia. Donar un órgano no es un debitum hacia ningún otro hombre.
Teniendo en cuenta lo dicho antes, salta a la vista la incompatibilidad de la presunción del consentimiento en el acto de donación de órganos con la ley moral natural. Y si el agente de la presunción es la misma sociedad política, que en nuestros días se organiza preferentemente bajo la forma de Estado, la falta de conformidad es todavía más grave atendiendo a las circunstancias de quién es el que presume. De ahí que afirmemos que esta presunción por parte del Estado es una señal de totalitarismo.
Pues si tenemos presente que podemos considerar al fin del  totalitarismo[32] como la transformación de la naturaleza humana, la conversión de los hombres en “haces de reacción intercambiables” y, como dice Michel Schooyans, siguiendo a la misma Harendt, en el totalitarismo “[…] el Estado transciende al ciudadano; es el enemigo del yo en todas sus dimensiones: física, psicológica y espiritual. Requiere de los individuos una sumisión perfecta y exige, si lo considera oportuno, que se le sacrifique la vida”[33], vemos en consecuencia que una medida como la de presumir el consentimiento para la extracción de órganos es totalitaria.
Como sigue diciendo el mismo Schooyans, las acciones totalitarias del Estado inhiben “la capacidad personal de juicio y de decisión”; instauran “una policía de ideas”; culpabilizan y adoctrinan, desprograman y reprograman.
Además, y no debe ser perdido de vista, esta presunción del consentimiento en materia tan grave responde a una mentalidad pragmatista. El pragmatismo es la actitud mental “propia de quien, al hacer sus opciones, excluye el recurso a reflexiones teoréticas o a valoraciones basadas en principios éticos. Las consecuencias derivadas de esta corriente de pensamiento son notables.”[34]
Ciertamente que es práctico –en realidad, pragmático-, declarar por ley a todos donantes a nos ser que se expresen en sentido contrario. Por cierto que de esa manera hay mayor número de futuros “donantes”. Pero dado que el fin no justicia los medios, no es conforme a la moral natural presumir el consentimiento. Y aquí no vale la excusa –tantas veces escuchada y repetida- de que existe la posibilidad de oponerse. Esta no es la cuestión. Como señala Armando S. Andruet (h):
[…] el consentimiento presunto es éticamente cuestionable por resultar el mismo coercitivo para la persona, y por omitir la observancia de los recaudos de consentimiento informado y manifestación voluntaria expresa en el cual el mismo concepto encuentra su propio asiento ontológico.
Como se advierte, no obsta a esta conclusión la circunstancia de que el proyecto admita que el sujeto exprese en vida su voluntad adversa a la donación, ejercitando de este modo su autonomía. Ello es así, porque un tal razonamiento, en rigor de verdad lo que está haciendo, es iniciarse en un punto de partida sesgado a la totalidad del problema y por ello indebidamente limitado.
El ejercicio pleno de la autonomía implica la ausencia de toda carga o “plus” que restrinja la voluntad del sujeto[35].
En relación a las consecuencias prácticas de esta ideología, nos interesa destacar su relación con  las actuales formas de gobierno democrático. En este sentido,
[…] se ha ido afirmando un concepto de democracia que no contempla la referencia a fundamentos de orden axiológico y por tanto inmutables. La admisibilidad o no de un determinado comportamiento se decide con el voto de la mayoría parlamentaria. Las consecuencias de semejante planteamiento son evidentes: las grandes decisiones morales del hombre se subordinan, de hecho, a las deliberaciones tomadas cada vez por los órganos institucionales. Más aún, la misma antropología está fuertemente condicionada por una visión unidimensional del ser humano, ajena a los grandes dilemas éticos y a los análisis existenciales sobre el sentido del sufrimiento y del sacrificio, de la vida y de la muerte[36].
Con esto acabamos nuestra exposición. Independientemente del nombre que se le quiera dar a un sistema de gobierno, lo cierto es que un Estado que adopta medidas que  “inhiben la capacidad personal de juicio y de decisión” es totalitario, y en este caso no nos caben dudas de denominar a sus acciones totalitarias y por consiguiente a su configuración un totalitarismo de Estado.

 
[1] Javier Hervada, Los trasplantes de órganos y el derecho a disponer del propio cuerpo, en Escritos de derecho natural, segunda edición ampliada, Pamplona, EUNSA 1993, p. 213.
[2] Miguel Ángel Monge, Ética, salud, enfermedad, Madrid, Ediciones Palabra, 1991, p. 141.
[3] Miguel Ángel Monge, Ética, salud, enfermedad, p. 142.
[4] Javier Hervada, Los trasplantes de órganos y el derecho a disponer del propio cuerpo, p. 302. Las negritas son nuestras. En relación al tema de las fuentes de la moralidad de los actos humanos, que merece un tratamiento aparte del presente trabajo, mencionemos sucintamente la doctrina acerca de las mismas. Seguimos fundamentalmente al P. Domingo Basso, O.P. para elaborar esta presentación del tema. Como afirma Santo Tomás, “[…] in actione humana bonitas quadruplex considerari potest. Una quidem secundum genus, prout scilicet est actio, quia quantum habet de actione et entitate, tantum habet de bonitate, ut dictum est. Alia vero secundum speciem, quae accipitur secundum obiectum conveniens. Tertia secundum circumstantias, quasi secundum accidentia quaedam. Quarta autem secundum finem, quasi secundum habitudinem ad causam bonitatis”. Las negritas son nuestras. La primera bondad de la que habla Santo Tomás es secundum genus: cuanto la acción tiene de acción y de entidad, tanto tiene de bondad. La segunda bondad de la que habla, es secundum speciem: esta bondad de la acción humana proviene del objeto del acto moral. Santo Tomás la llama “específica” dado que “el acto moral recibe su especie del objeto moral” (Domingo Basso Los fundamentos de la moral, Buenos Aires, Centro de Investigaciones de Ética Biomédica, 1993, p. 191). Para que el objeto de la acción humana lo especifique moralmente es preciso que aquél sea valorado por la inteligencia e intentado por la voluntad. En cuanto a la bondad secundum circumstantias, ellas son accidentes del acto moral. “Se dice ordinariamente, y es verdad, que las circunstancias «no cambian la especie» del acto. Sin embargo, existen casos en los cuales una circunstancia puede ser el aspecto más importante. Entonces esta circunstancia «pasa a la condición de objeto» y la especie del acto cambia automáticamente” (Domingo Basso Los fundamentos de la moral, , p. 194). Por último, nos encontramos con la bondad secundum finem: se trata de una circunstancia del objeto del acto exterior que se convierte en objeto del acto interior de la voluntad. Las fuentes de la moralidad, como ya fue dicho, son el objeto del acto moral, la intención del agente y las circunstancias. Como señala Fernando Cuervo, para determinar la moralidad objetiva completa de un acto moral “hay que valorar juntamente los tres elementos: no es suficiente con uno de ellos, en conformidad con el principio de que para que algo sea bueno es preciso que sea bueno por entero: bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu. Esto quiere decir lo siguiente:
a) que si el objeto es bueno en sí mismo el fin y también las circunstancias pueden hacer que el acto sea malo o bien que tenga una bondad mayor;
b) que si el objeto es en sí mismo indiferente, el fin o las circunstancias pueden hacer que el acto sea bueno o malo; y
c) que si el objeto es malo, ni las circunstancias ni el fin –aunque sean buenos- nunca pueden hacer que el acto moral sea bueno, sino más o menos malo” (Principios morales de uso más frecuente. Con las enseñanzas de la Encíclica Veritatis splendor, Madrid, RIALP, segunda edición, 1995, p. 89).
Citemos por último –para no abundar- un texto de Santo Tomás en el que se refiere que hay un doble elemento –el acto interior y el acto exterior- en la acción humana, refiriéndolos al fin del agente y al objeto de acto moral respectivamente: “Respondeo dicendum quod aliqui actus dicuntur humani, inquantum sunt voluntarii, sicut supra dictum est. In actu autem voluntario invenitur duplex actus, scilicet actus interior voluntatis, et actus exterior, et uterque horum actuum habet suum obiectum. Finis autem proprie est obiectum interioris actus voluntarii, id autem circa quod est actio exterior, est obiectum eius. Sicut igitur actus exterior accipit speciem ab obiecto circa quod est; ita actus interior voluntatis accipit speciem a fine, sicut a proprio obiecto. Ita autem quod est ex parte voluntatis, se habet ut formale ad id quod est ex parte exterioris actus, quia voluntas utitur membris ad agendum, sicut instrumentis; neque actus exteriores habent rationem moralitatis, nisi inquantum sunt voluntarii. Et ideo actus humani species formaliter consideratur secundum finem, materialiter autem secundum obiectum exterioris actus. Unde philosophus dicit, in V Ethic., quod ille qui furatur ut committat adulterium, est, per se loquendo, magis adulter quam fur” (S. Th. I-II, q. 18, a. 6, c.). Las negritas son nuestras.
[5] Javier Hervada, Los trasplantes de órganos y el derecho a disponer del propio cuerpo, p. 302. Las negritas son nuestras.
[6] Javier Hervada, Los trasplantes de órganos y el derecho a disponer del propio cuerpo, p. 303. Las negritas son nuestras.
[7] Javier Hervada, Los trasplantes de órganos y el derecho a disponer del propio cuerpo, p. 302. Las negritas son nuestras.
[8] Javier Hervada, Los trasplantes de órganos y el derecho a disponer del propio cuerpo, p. 304.
[9] Javier Hervada, Los trasplantes de órganos y el derecho a disponer del propio cuerpo, p. 304. Las negritas son nuestras.
[10] Cfr. Pío XII, Alocución del 14 de mayo de 1956. Notemos que la afirmación realizada por Pío XII es cognoscible por la razón natural. Con esto queremos significar que el respeto del cadáver como “algo que fue de un hombre” es una cuestión de ley moral natural y no de modo excluyente de la ley divino-positiva. De suyo, forma parte del contenido de la moral natural, que es perfectamente asumido por la ley evangélica.
[11] Seguimos en nuestra exposición principalmente a Mario Caponnetto Diagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral, en Segundas Jornadas Multidisciplinarias Provinciales de Salud, San Luis, 25 al 27 de noviembre de 2004. Le agradecemos al autor que nos haya facilitado una copia de su trabajo.
[12] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[13] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[14] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[15] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[16] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral. Las negritas son nuestras.
[17] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[18] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[19] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[20] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[21] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[22] Javier Hervada, Los trasplantes de órganos y el derecho a disponer del propio cuerpo, p. 308. Como señala Miguel Ángel Monge, “[…] discuten los expertos si es cosa en sentido jurídico o en sentido vulgar, pero esta cuestión aquí no interesa” (Ética, salud, enfermedad, p. 150).
[23] Miguel Ángel Monge, Ética, salud, enfermedad, p. 149-150.
[24] Miguel Ángel Monge, Ética, salud, enfermedad, p. 150.
[25] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político. El orden social: principios e ideologías, Buenos Aires, APC- Ediciones Nueva Hispanidad, 2001, p. 19.
[26]  Juan Antonio Widow, El hombre, animal político. El orden social: principios e ideologías, , p. 23.
[27] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político. El orden social: principios e ideologías, , p. 24.
[28] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político. El orden social: principios e ideologías, , p. 24.
[29] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político. El orden social: principios e ideologías, , p. 24.
[30] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político. El orden social: principios e ideologías, , p. 25.
[31] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político. El orden social: principios e ideologías, , p. 25-26.
[32] Seguimos a Hanna Arendt, Orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, 1951.         
[33] Michel Schooyans, El nuevo orden mundial y la seguridad demográfica, en http://www.vidahumana.org/vidafam/controldem/orden.html.
[34] Juan Pablo II, Encíclica Fides et ratio, 14 de septiembre de 1998, n. 87. En adelante, citaremos FR y el número de parágrafo.
[35] Armando S. Andruet (h), El consentimiento presunto en la ley de trasplantes de órganos. Argumentos críticos, en Topos & Tropos, Año I - Nº3 - Verano 2.004/05, (http://www.toposytropos.com.ar/N3/documentos/dossier_bioetica/bioetica6.htm).
[36] FR,  n. 87.