sábado, 6 de agosto de 2011

El hombre como viajero. La intención del fin y la elección de los medios.


Germán Massedotti
Introducción
El subtítulo de nuestro trabajo se explica por aquella afirmación que formula Santo Tomás de Aquino cuando se pregunta si la elección es solamente acerca de las cosas que son para el fin o también acerca del mismo fin. Afirma en su respuesta al problema que el fin no puede ser objeto de elección porque ella se sigue de la sentencia o juicio que es conclusión del silogismo práctico, pero el fin no es conclusión sino principio en el orden de lo operable. De este modo el fin, en cuanto tal, no es objeto de la elección. Aún teniendo en cuenta que lo que es fin en una acción se puede ordenar a otro fin y de este modo puede ser elegido, sin embargo, el fin último de ningún modo (nullo modo) puede ser elegible[1]. El fin último es único; donde haya varios fines puede darse entre ellos elección, pero como ordenables a un fin ulterior, es decir, el fin último[2].
En nuestro trabajo, partiendo de la premisa que afirma que la intención es del fin y la elección es de los medios, intentaremos reflexionar sobre el hombre como ser viajero que, mediante la elección de los medios conducentes a su verdadero fin último, logra paulatinamente la consecución de la felicidad.
En estas reflexiones nos auxiliará, fuera de Tomás de Aquino, nuestro Leopoldo Marechal (1900-1970) a partir de su obra Descenso y ascenso del alma por la belleza[3].

El fin último del hombre
Santo Tomás de Aquino dedica la primera de la cuestiones de la I-II de su Suma de Teología al tratamiento del fin último del hombre. El Aquinate distingue dos órdenes al momento de afirmar la existencia de un fin último en la vida humana[4]: el orden de la intención (ordo intentionis) y el orden de la ejecución (ordo executionis)[5] y sostiene que en ambos debe darse la existencia de algo primero. De este modo, lo primero en el orden de la intención es como el principio motor del apetito y si se substrae este principio no hay quien mueva este apetito. A su vez, lo primero en la ejecución es aquello de lo que parte la obra correspondiente, de manera que quitado ese principio, nadie comenzaría a obrar. Si no hubiera último fin, no habría apetencia de nada ni se terminaría acción alguna ni reposaría la intención del que obra. Si tampoco hubiera algo primero en las cosas que son para el fin, nada se obraría[6].
Entre otras razones que señala el Angélico para establecer el carácter de único del fin último, una es que se vuelve necesario que el fin último complete de tal modo el apetito del hombre que no quede nada por desear fuera de él[7], pero esto no sería posible si le faltara algo para su perfección. Todo lo que quiere el hombre lo hace bajo la razón de bien, de manera que lo querrá como bien perfecto, y en este caso se trata del último fin, o como algo que conduce al último fin[8]. Los bienes deseables mueven a la voluntad (apetito racional) en orden a lo primero apetecible, que es el último fin[9].
Casi terminando esta cuestión, el Angélico afirma que el último fin puede ser considerado de dos maneras: ya sea bajo la razón de fin último, ya sea en cuanto a aquello en lo que se encuentra el fin último. Por cierto que todos los hombres están de acuerdo en desear el último fin en cuanto a su razón. ¿Acaso hay algún hombre que no desee el cumplimiento de su perfección? Sin embargo, acerca de aquello en lo que se encuentra este último fin, no todos coinciden. Es notable el criterio que expresa Santo Tomás al momento de descifrar el verdadero fin último del hombre: del mismo modo que, en absoluto, será lo más deleitable aquello en lo que más se deleita el que tiene el mejor gusto, del mismo modo el bien completísimo que será el fin último del hombre será el que es apetecido como tal por quien tenga el gusto más purificado[10].
Pero ¿cuál es el verdadero fin último del hombre? Como afirma el mismo Tomás, es imposible que la felicidad del hombre se encuentre en algún bien creado; todas las criaturas participan de la bondad pero no son la Bondad. Por esto, sólo Dios es el verdadero fin último del hombre[11], en cuya consecución está la felicidad. Por esto Marechal afirma que “[…] la vocación del alma es la de una dicha perpetua, lograda en el descanso que da la posesión sin fin de lo bueno, y de lo bueno único, total, absoluto y perdurable”[12]. Dios es este Bien único, total, absoluto y perdurable.

La vocación del hombre
Como afirma San Isidoro de Sevilla:

“Por la belleza de las cosas creadas nos da Dios a entender su belleza increada, que no puede circunscribirse, para que vuelva el hombre a Dios por los mismos vestigios que le apartaron de Él; en modo tal que, al que por amar la belleza de la criatura se hubiere privado de la forma del Creador, le sirva la misma belleza terrenal para elevarse a la hermosura divina”[13].

El hombre se encuentra en esta vida peregrina con el fin de alcanzar su verdadero último fin mediante la elección de los medios. La vida del hombre en este mundo, es “un descenso y ascenso” por la hermosura[14], es “un perderse y encontrarse luego, por obra de un mismo impulso y de un amor igual”[15].
El hombre tiene una vocación natural que genera una serie de gestos o movimientos propios en su alma. Ella se mueve con un triple movimiento: el circular, el oblicuo y el directo. El movimiento circular del alma responde al giro sobre su vocación, “[…] es decir, en torno a su anhelo por el Bien absoluto y sin fin”[16]. Mediante el descenso a las cosas exteriores, el alma genera un movimiento directo con el fin de interrogar a las cosas. Por último, su gesto es oblicuo cuando “[…] medita la respuesta de las criaturas y la refiere a su vocación”[17]. Estos movimientos del alma no se dan de manera separada sino simultánea. Se resuelven en uno solo que es circular, oblicuo y directo a la vez. La analogía para entender esta concurrencia de gestos simultáneos del alma es la línea espiral. Pero el movimiento más específico sigue siendo el circular, “[…] puesto que tal es el movimiento propio de la inteligencia”[18].
Su vocación “no es otra que la de poseer perpetuamente «lo verdaderamente bueno»”[19]. Esta vocación del alma “[…] es la vocación de su destino sobrenatural, su sed legítima”[20].
Cuando el hombre desciende ante el llamado de las cosas, que son bellas, lo hace movido por el amor “[…] porque quiere ser feliz con la posesión de lo bueno”[21].
El problema del hombre que busca su felicidad es “un problema de aritmética amorosa”, como observa Marechal.
Las cosas creadas por cierto son bellas, dado que son verdaderas y buenas. Como dice nuestro autor, para los antiguos “la hermosura se nos manifiesta como cierto «esplendor»”[22]. Pero ¿de qué son esplendor las cosas bellas? Ellas son esplendor de lo verdadero (splendor veri); de la forma (splendor formae) y del orden (splendor ordinis).
Debe tenerse en cuenta que “[…] toda hermosura resplandece sobre una verdad, y que todo lo hermoso es verdadero y amable”[23]. Pero es amable por la presencia de algo bueno. El hombre aprehende la hermosura de las criaturas, y el aparente conflicto de la verdad y del bien en el acto de aprehender su hermosura se resuelve “dando a la inteligencia «el esplendor de lo verdadero» y a la voluntad «el amor de lo bueno»”[24]. La verdad se manifiesta en la hermosura.
¿En dónde radica, en consecuencia, el problema de la felicidad del hombre? Porque es cierto que “[…] la criatura, con su belleza relativa, nos proporciona alguna verdad con la intención de cierto bien”[25]. El gesto natural de las criaturas es el de revelarnos la hermosura como esplendor de la verdad y como esplendor del orden. Recordemos, como ya fue dicho, que la vocación del alma es su destino sobrenatural. ¿En dónde está la clave para descifrar el enigma de la felicidad humana?
“La creación nos propone la verdad en enigmas, como la esfinge multiforme que mató Edipo cerca de Tebas”, observa Marechal. Por cierto que en la resolución de este enigma hay un modo adecuado de hacerlo, pero también el hombre puede equivocarse de doble manera. La buena solución, que vuelve feliz al hombre, es la de asumir el señorío que él tiene sobre la cosas medirlas con su vara de señor y de juez[26]. Cuando el alma que juzga a las cosas creadas las interroga, ellas le responden con la noción de un bien relativo, disperso y mortal. Al darnos cuenta de su carácter finito, las criaturas nos vuelven a hacer presente la desproporción infinita entre lo que ellas nos ofrecen y nuestra infinita vocación. Ellas, al momento de ser medidas con la vara de juez por parte del hombre, observa Marechal, “[…] nos revelan, no su secreto, sino nuestro secreto”[27]. Este modo adecuado de resolver el enigma se logra mediante el amor ordenado de la criatura hermosa que nos conduce al Creador que es la misma Hemosura.
Porque existen dos riesgos, que son las falsas soluciones del enigma y si el hombre elige mal queda devorado por la esfinge:

“[…] podría ser que mi héroe, desengañado de las cosas, les reprochara su esterilidad y falsía, y se detuviera luego en el reposo de un escepticismo que suele malograr esta primera realización. También podría ser que desengañado y todo, pero incapaz de seguir adelante, se obstinara en el amor de las cosas terrenas, exigiéndoles, en su desvarío, lo que bien sabe que le negarán: se arriesgaría entonces en el declive de la desesperación, vale decir, en otro descenso, pero ya de resultados incalculables”[28].

El segundo de los riesgos es grave, por cierto, y aquí se vuelve presente aquel “problema de aritmética amorosa” antes aludido. Porque el hombre “[…] desciende a las criautras, en descenso de amor, porque quiere ser feliz con la posesión de lo bueno. Y aunque su sed es legítima, comete un error, y es un error de proporciones el suyo: pues entre el bien que le ofrece la criatura y el bien con que sueña el alma existe una desproporción inconmensurable”[29].
Pero no menos grave es  el primero de malos caminos indicados.  ns.les ensu as cosas terrenas, exigincapaz de seguir adelante, se obstinara enel rimera realizaci "rogar a las cosas. Porque la cuestión no consiste en hacer caso omiso de las criaturas sino, contando con el auxilio de la gracia, hacer un buen uso, por medio de una elección iluminada covenientemente por la inteligencia, de las mismas cosas creadas. El hombre, teniendo “el pie clavado” como el juez, como indica nuestro autor, juzga sobre sí mismo y sobre las cosas.
En referencia a las cosas, que ahora ascienden a él (ya él no desciende a ellas), descubre un “sí” antes que un “no”. Es cierto que “las criaturas responden con un «no» al amante que desciende a ellas”, pero al juez inmóvil que las interroga da un «sí»”[30].
Las criaturas –mediante cuya elección ordenada conseguimos nuestro verdadero último fin- por una parte “[…] niegan ser el destino del hombre, cuando el hombre las interroga por su destino”; pero también “[…] no se limitan a negarlo, sino que dicen: «Búscalo más arriba». Y no sólo nos convidan a un ascenso, sino que se nos ofrecen, como peldaños, porque las cosas nos llaman, con la voz de la hermosura, y ese llamado de las cosas trae una intención de bien”[31]. El que interrogue a las criaturas,

“[…] si es un juez equitativo, alcanzará el «sí gozoso» que dan las criaturas cuando niegan. Conocerá entonces el número, peso y medida de su belleza, y les dará su nombre verdadero; y ser bien nombradas, ha ahí la justicia que las cosas reclaman de nosotros; porque su justicia depende de nuestra justicia. Y el que refiera la hermosura, de las cosas al hombre y del hombre al Creador, dirá, con San Agustín, que la belleza es «el esplendor del orden o de la armonía»”[32].

En relación a sí mismo,  el hombre juzga “[…] su vocación de amor, la nunca silenciosa”[33].
“Y el tenor de su juicio podría ser el que sigue: todo llamado viene de un Llamador, y por la naturaleza del llamado es dable conocer la naturaleza del que llama.

“Si la suya es vocación de amor, Amado es el nombre del que llama; si de amor infinito, Infinito es el nombre del Amado.
Si el amor del alma tiende a la posesión perpetua del bien único, absoluto y sin fin, Bondad es el nombre del que llama.
Si el bien es alabado como hermoso, Hermosura es el nombre del que llama.
Si lo bello es el esplendor de lo verdadero, Verdad es el nombre del que llama.
Si el alma reconoce su destino final en la posesión del Bien así alabado y así conocido, Fin es el nombre del que llama
Y como Bien, Amor, Hermosura, Verdad y Fin son nombres cuya diversidad conviene a la unidad simplísima de Dios, Dios es el nombre del que llama”[34].

A modo de conclusión
El hombre en este mundo es un ser itinerante, que está de viaje. Por medio de las elecciones ordenadas al fin último paulatinamente va forjando, con el auxilio de la gracia, la consecución de su propia felicidad.
La condición de homo viator vuelve a la vida del hombre una aventura estético religiosa[35], en la cual cuenta con las otras criaturas –cada uno de nosotros también lo es- como peldaños que lo conducen a la Patria definitiva.






[1] S. Th. I-II, q. 13, a. 3, c.: “Respondeo dicendum quod, sicut iam dictum est, electio consequitur sententiam vel iudicium, quod est sicut conclusio syllogismi operativi. Unde illud cadit sub electione, quod se habet ut conclusio in syllogismo operabilium. Finis autem in operabilibus se habet ut principium, et non ut conclusio, ut philosophus dicit in II Physic. Unde finis, inquantum est huiusmodi, non cadit sub electione. Sed sicut in speculativis nihil prohibet id quod est unius demonstrationis vel scientiae principium, esse conclusionem alterius demonstrationis vel scientiae; primum tamen principium indemonstrabile non potest esse conclusio alicuius demonstrationis vel scientiae; ita etiam contingit id quod est in una operatione ut finis, ordinari ad aliquid ut ad finem. Et hoc modo sub electione cadit. Sicut in operatione medici, sanitas se habet ut finis, unde hoc non cadit sub electione medici, sed hoc supponit tanquam principium. Sed sanitas corporis ordinatur ad bonum animae, unde apud eum qui habet curam de animae salute, potest sub electione cadere esse sanum vel esse infirmum; nam apostolus dicit, II ad Cor. XII, cum enim infirmor, tunc potens sum. Sed ultimus finis nullo modo sub electione cadit”.
[2] S. Th. I-II, q. 13, a. 3, ad 1: “Ad secundum dicendum quod, sicut supra habitum est, ultimus finis est unus tantum. Unde ubicumque occurrunt plures fines, inter eos potest esse electio, secundum quod ordinantur ad ulteriorem finem”.
[3] Leopoldo Marechal, Descenso y ascenso del alma por la belleza, Buenos Aires, Vórtice, Estudio Preliminar y Notas del Dr. Pedro Luis Barcia, 1994.
[4] S. Th. I-II, q. 1, a. 4: Utrum sit aliquis ultimus finis humanae vitae.
[5] S. Th. I-II, q. 1, a. 4, c.
[6] S. Th. I-II, q. 1, a. 4, c.: “[…]. In finibus autem invenitur duplex ordo, scilicet ordo intentionis, et ordo executionis, et in utroque ordine oportet esse aliquid primum. Id enim quod est primum in ordine intentionis est quasi principium movens appetitum, unde, subtracto principio, appetitus a nullo moveretur. Id autem quod est principium in executione, est unde incipit operatio, unde, isto principio subtracto, nullus inciperet aliquid operari. Principium autem intentionis est ultimus finis, principium autem executionis est primum eorum quae sunt ad finem. Sic ergo ex neutra parte possibile est in infinitum procedere, quia si non esset ultimus finis, nihil appeteretur, nec aliqua actio terminaretur, nec etiam quiesceret intentio agentis; si autem non esset primum in his quae sunt ad finem, nullus inciperet aliquid operari, nec terminaretur consilium, sed in infinitum procederet”.
[7] S. Th. I-II, q. 1, a. 5, c.: “[…]. Oportet igitur quod ultimus finis ita impleat totum hominis appetitum, quod nihil extra ipsum appetendum relinquatur”.
[8] S. Th. I-II, q. 1, a. 6, c. :“Primo quidem, quia quidquid homo appetit, appetit sub ratione boni. Quod quidem si non appetitur ut bonum perfectum, quod est ultimus finis, necesse est ut appetatur ut tendens in bonum perfectum”.
[9] S. Th. I-II, q. 1, a. 6, c.: “Secundo, quia ultimus finis hoc modo se habet in movendo appetitum, sicut se habet in aliis motionibus primum movens. Manifestum est autem quod causae secundae moventes non movent nisi secundum quod moventur a primo movente. Unde secunda appetibilia non movent appetitum nisi in ordine ad primum appetibile, quod est ultimus finis”.
[10] S. Th. I-II, q. 1, a. 7, c.: “Respondeo dicendum quod de ultimo fine possumus loqui dupliciter, uno modo, secundum rationem ultimi finis; alio modo, secundum id in quo finis ultimi ratio invenitur. Quantum igitur ad rationem ultimi finis, omnes conveniunt in appetitu finis ultimi, quia omnes appetunt suam perfectionem adimpleri, quae est ratio ultimi finis, ut dictum est. Sed quantum ad id in quo ista ratio invenitur, non omnes homines conveniunt in ultimo fine, nam quidam appetunt divitias tanquam consummatum bonum, quidam autem voluptatem, quidam vero quodcumque aliud. Sicut et omni gustui delectabile est dulce, sed quibusdam maxime delectabilis est dulcedo vini, quibusdam dulcedo mellis, aut alicuius talium. Illud tamen dulce oportet esse simpliciter melius delectabile, in quo maxime delectatur qui habet optimum gustum. Et similiter illud bonum oportet esse completissimum, quod tanquam ultimum finem appetit habens affectum bene dispositum”.
[11] S. Th. I-II, q. 2, a. 8, c.: “Respondeo dicendum quod impossibile est beatitudinem hominis esse in aliquo bono creato. Beatitudo enim est bonum perfectum, quod totaliter quietat appetitum, alioquin non esset ultimus finis, si adhuc restaret aliquid appetendum. Obiectum autem voluntatis, quae est appetitus humanus, est universale bonum; sicut obiectum intellectus est universale verum. Ex quo patet quod nihil potest quietare voluntatem hominis, nisi bonum universale. Quod non invenitur in aliquo creato, sed solum in Deo, quia omnis criatura habet bonitatem participatam. Unde solus Deus voluntatem hominis implere potest; secundum quod dicitur in Psalmo CII, qui replet in bonis desiderium tuum. In solo igitur Deo beatitudo hominis consistit”.
[12] Leopoldo Marechal, p. 65.
[13] “Ex pulchritudine circumscriptae criaturae, pulchritudinem suam quae circumscribit nequit, facit Deus intelligi, ut ipsis vestigis revertatur homo ad Deum, quibus aversus est, ut qui per amorem pulchritudinis criaturae, a Creatoris forma se abstulit, rursum per criaturae decorem ad Creatoris revertatur pulchritudinem” (Sentencias I, 4). Seguimos la misma traducción de Leopoldo Marechal en su comentario.
[14] Cfr. Leopoldo Marechal, p. 44.
[15] Leopoldo Marechal, p. 44.
[16] Leopoldo Marechal, p. 114.
[17] Leopoldo Marechal, p. 114.
[18] Leopoldo Marechal, p. 114.
[19] Leopoldo Marechal, p. 65.
[20] Leopoldo Marechal, p. 65.
[21] Leopoldo Marechal, p. 71.
[22] Leopoldo Marechal, p. 54.
[23] Leopoldo Marechal, p. 56.
[24] Leopoldo Marechal, p. 56.
[25] Leopoldo Marechal, p. 57.
[26] Cfr. Leopoldo Marechal, Leopoldo Marechal, p. 88.
[27] Leopoldo Marechal, p. 89.
[28] Leopoldo Marechal, p. 96.
[29] Leopoldo Marechal, p. 71.
[30] Leopoldo Marechal, p. 106.
[31] Leopoldo Marechal, p. 106.
[32] Leopoldo Marechal, p. 107.
[33] Leopoldo Marechal, p. 97.
[34] Leopoldo Marechal, p. 97-98.
[35] Recomendamos el excelente estudio preliminar del Dr. Pedro Luis Barcia que antecede a la obra de Marechal citada.

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