sábado, 6 de agosto de 2011

¿Es posible una solidaridad forzada? Reflexiones en torno a la ley 26.066 y la figura del donante presunto

En Revista Persona, número 53, mayo de 2006: http://www.revistapersona.com.ar/Persona53/53Masserdotti.htm



¿Es posible
una solidaridad forzada?
Reflexiones en torno A LA ley 26.066
y la figura del donante presunto

                                                                    Germán Masserdotti
 
Introducción
La reciente modificación de la ley 24193 sobre ablaciones y trasplantes de órganos en la República Argentina, sancionada el 30 de noviembre de 2005 y promulgada el 21 de diciembre del mismo año (Cfr. Boletín Oficial del 22 de diciembre de 2005) es un hecho que suscita varias reflexiones desde diferentes ámbitos de la ciencia. Nuestro enfoque considerará a la misma desde el ángulo de la filosofía práctica y en particular procurará iluminar las siguientes cuestiones:
1º La extracción y el trasplante de órganos a la luz de la filosofía moral.
2º La relación entre la persona humana y la sociedad política.
3º La presunción del consentimiento acerca de la donación de órganos como señal del totalitarismo de Estado.
 
La extracción y trasplante de órganos a la luz de la filosofía moral
En la actualidad, la opinión más generalizada es la que afirma no sólo la licitud sino incluso la recomendación de la extracción y trasplante de órganos, supuesto en todos los casos el carácter deliberado y libre del acto de donación de los mismos. Es cierto, y nos interesa dejarlo bien en claro, que el acto de donar órganos es una obra de liberalidad y de amor a nuestros prójimos muy loable. La realización de un sacrificio no contrario a la naturaleza humana motivada por una intención tan noble como es la de devolver la salud a otro hombre merece todos los elogios. Sin embargo, estas consideraciones no convierten en evidente la licitud del mismo acto, como veremos. A dilucidar la cuestión de su conformidad apuntan las siguientes reflexiones.
En primer lugar nos preguntamos si los trasplantes de órganos son actos lícitos en sí mismos considerados. Como señala Javier Hervada: “Los trasplantes de órganos plantean sobre todo un problema de base: ¿son lícitos en sí mismos? Es éste el problema fundamental; si fuesen intrínsecamente ilícitos sería inútil preguntarse por ulteriores cuestiones” [1]. Al cuestionar la licitud de esta acción en sí misma considerada, estamos aludiendo a la conformidad o no conformidad del objeto de esta acción moral con la ley moral natural.
¿Qué entendemos por trasplantes? Definimos el trasplante como “el traslado de una porción mayor o menor de tejido o de un órgano desde una parte del cuerpo a la otra, o desde un organismo a otro”[2].
Podemos distinguir las siguientes especies de trasplantes:
1. Autotrasplantes (autoinjertos o injertos autoplásticos): cuando el donante y receptor es el mismo individuo, llevando de una parte a otra de su organismo un trozo de piel, de hueso, etc.
2. Heterotrasplantes: el donante y el receptor son distintos, siendo en unos casos el donador un animal y en otros, más frecuente, otro hombre, y se suele hablar entonces de homotrasplantes (homoinjerto o injertos homoplásticos y homólogos). Dentro de esos trasplantes hombre-hombre, caben a su vez dos posibilidades, ya que se trata del trasplante de órganos o tejidos procedentes de un cadáver o de un vivo[3].
Teniendo en claro qué es un trasplante, Formulemos ahora nuestra reflexión moral en torno a esta acción.
Nos preguntamos: ¿son moralmente lícitos los trasplantes entre vivos? Si tenemos presente que la extracción del órgano se realiza en un hombre vivo, y esto implica que se trata de una mutilación, debemos considerar si la mutilación es o no lícita en sí misma. Tengamos presente, como señala el mismo Javier Hervada, cuál es el problema de fondo:
[…]. Sencillamente si es o no intrínseca o esencialmente inmoral la mutilación. […]. Si el trasplante de vivo a vivo no es intrínsecamente inmoral –contrario de suyo a la ley natural- entonces no hace falta recurrir al voluntario indirecto, sino a la regla general de que la licitud moral de los actos se determina por su objeto, fin y circunstancias[4].
Y agrega a continuación:
Pues bien, el fondo del problema es que los atentados directos a la propia integridad física son considerados intrínsecamente inmorales cuando se realizan propter alios. Por eso, sólo el voluntario indirecto justifica exponerse a la mutilación por razones del bien de los demás. En cambio, no se considera intrínsecamente inmoral la mutilación propter seipsum, y por ello cabe la mutilación directa cuando hay razones suficientes –objeto, fin y circunstancias- que se resumen en el bien del todo[5].
Por consiguiente, la mutilación en sí misma considerada no es intrínsecamente mala, debido a que una acción intrínsecamente mala es ilícita siempre. Pero dado que ella no es ilícita, y la extracción de órganos es una mutilación –si bien propter alios- ¿puede ser lícita alguna vez una extracción de órganos?
Nos preguntamos entonces “si la donación de un órgano está dentro de los fines racionales del hombre”[6]. Pareciera que no, dado que los órganos del cuerpo
tienen por finalidad la salud, conservación y funciones de ese cuerpo; no existen propter alios. Existen en función del ser de la persona y ésta no tiene el ser propter alios. Lo cual nos lleva ya a una conclusión inmediata: no existe ningún deber de justicia de ofrecer un órgano. La donación de un órgano –de ser lícita- es siempre un acto de liberalidad, nunca de justicia[7].
¿Cómo resolver, en consecuencia, esta objeción? Señala el mismo autor que el uso de los miembros del hombre según su finalidad
es medio para alcanzar los fines personales. El uso secundum naturam membri es ley natural en cuanto que ese uso es secundum naturam hominis Pero un uso que fuese secundum naturam hominis y,a a la vez praeter naturam membri no sería inmoral. Nos indicaría, eso sí, algo muy importante, a saber, que tal uso praeter naturam membri no es un uso que, de suyo, nazca primigeniamente de la naturaleza humana, sino de circunstancias históricas, que deben considerarse provisionales y transitorias. Algo, por lo tanto, que el hombre debe superar mediante el progreso científico o social[8].
Por lo que concluye:
El trasplante –operación quirúrgica terapéutica- es, sin duda, un acto de disposición del miembro praeter naturam suam, pero ¿es contra naturam hominis del donante? Supuesta la solución del problema de fondo –la no malicia intrínseca de la ablación de un miembro- entiendo que el sacrificio de un órgano puede ser lícito (puede ser una acción honesta), si se dan ciertos requisitos, esto es, si es honesto por razón del fin y de las circunstancias. Aquí es donde entran el amor y la solidaridad como fin honesto para justificar el trasplante; […] el amor al prójimo y la solidaridad humana justifican la donación. Supuesta esta finalidad, hay que añadir, a mi entender, un requisito fundamental, a saber, que el donante no quede gravemente perjudicado. [..]. Si este requisito no se da, el trasplante no es lícito[9].
Ahora nos preguntamos: ¿son lícitos los trasplantes entre muerto y vivo?
En torno a los trasplantes entre muerto y vivo, podemos destacar dos cuestiones principales. En primer lugar, la determinación del momento de la muerte. Nunca es lícito quitarle la vida a un inocente, ni siquiera bajo el motivo de ser solidario con otros. En segundo lugar, cuál es la naturaleza del cadáver. Como veremos, el actual cadáver fue, antes de muerte, el cuerpo humano como morada de un alma espiritual e inmortal y parte constitutiva y esencial de una persona humana, con quien compartía su dignidad, y algo de tal dignidad queda todavía en él[10].
En cuanto a la primera de las cuestiones, nos encontramos con diferentes criterios a la hora de determinar el momento de la muerte[11] en medio de un debate arduo sobre cuál es el más adecuado.
Como señala Mario Caponnetto al inicio del trabajo que trata sobre el diagnóstico de muerte,
[…] el diagnóstico de muerte se ha tornado uno de los temas más difíciles tanto en lo que respecta al establecimiento de parámetros estrictamente médicos y objetivables mediante pruebas diagnósticas, cuanto –y sobre todo- en lo que se refiere a los graves dilemas éticos y a la necesidad de formular un juicio moral a la hora de retirar el apoyo de medidas vitales o de extraer órganos para trasplantes[12].
Señala con acierto nuestro autor que en esta cuestión del diagnóstico de muerte  se advierte
 […] un intento de deducir la moral a partir de la técnica, esto es, la pretensión de justificar moralmente post facto ciertas acciones técnico-médicas lo que pone en evidencia una mentalidad tecnocrática y utilitarista[13].
A continuación señala que todavía no contamos todavía con una verdadera definición de qué cosa sea la muerte. De este modo, su noción
no puede quedar en manos de una sola ciencia ni menos dejada al arbitrio de supuestos consensos sociales o culturales o de ciertas apreciaciones “promedio” de la opinión pública mudables conforme a la evolución de las ideas y de las costumbres.
Otra seria dificultad es “el predominio de un mentalidad mecanicista, atomista, reductiva en la valoración e interpretación de los datos y de los fenómenos biológicos”[14].
Antes de indicar los antecedentes históricos de la cuestión actualmente vigente, termina por afirmar que
Añádase la insistencia, en algunos círculos, en determinar el momento de la muerte sobre la base de confusas concepciones de la persona humana aunando, de este modo, el ya señalado criterio utilitarista con premisas antropológicas que contradicen la irrecusable unidad corpóreo-anímica del hombre[15].
En el año 1968, un Comité ad hoc de la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard redactó un documento
donde se establece la necesidad de formular una definición de muerte en reemplazo de criterios considerados obsoletos. Tal nueva definición de muerte se apoyaba, exclusivamente, sobre la afirmación de que el estado neurológico conocido como «coma irreversible» (falta completa de respuesta y sensibilidad, ausencia de movimiento y de respiración espontánea, ausencia de reflejos del tronco cerebral y coma de causa identificable) equivalía, sin más, a la muerte de una persona. Se pasó, así, de coma irreversible a muerte encefálica y de muerte encefálica a muerte humana[16].
Pero –no perdamos de vista la mentalidad pragmática tan imperante en nuestros días-, ¿qué mentalidad y propósitos guiaban a los miembros de este Comité?
Uno, la existencia de pacientes en estado de  coma irreversible «que constituyen una gran carga para sus familiar, para los hospitales, y para aquellos que necesitan camas hospitalarias que se encuentran ocupadas por pacientes comatosos». Dos, que « los criterios obsoletos para definición de la muerte pueden conducir a controversias en la obtención de órganos para trasplante»[17].
A este Comité, como afirma el mismo autor, “sólo lo guiaron razones puramente pragmáticas, utilitarias […]. No puede pedirse un ejemplo más claro de moral utilitarista. ¡Hasta el mismo Benjamín Bentham, padre del utilitarismo inglés, se hubiese escandalizado!”[18]. De esta manera –quede muy claro- “[…] el concepto de muerte encefálica nace con una cierta mácula original que, como veremos, lo ha signado en toda su posterior evolución y sigue signándolo en la actualidad”[19].
No resulta exagerado decir que la formulación de un criterio de muerte que permita establecer el momento preciso de la muerte de manera segura, rápida y razonable está lejos de nuestro horizonte al día de hoy. De allí el debate intenso que el tema genera en la bioética contemporánea y en los círculos allegados[20].
Podemos señalar que hay tres criterios básicos en discusión: 1. el criterio clásico de muerte cardiorespiratoria; b) el criterio de muerte encefálica total; c) el criterio de muerte como anulación de la conciencia, único fenómeno específicamente humano cuya ausencia basta para determinar el fin de la vida humana.
Dado que escapa al cometido de nuestro trabajo y no somos peritos en cuestiones médicas, no nos extenderemos específicamente en este tema, pero antes de continuar nos interesa señalar que el llamado criterio de “muerte cerebral” no cuenta con el acuerdo de toda la comunidad médica como criterio definitivo de muerte y que en todo caso deben considerarse otros parámetros dentro de la misma medicina además de los contemplados para la muerte cerebral.
Lo que sí destacamos con el mismo autor que estamos siguiendo es que se vuelve necesario “realizar una articulación epistemológica, lo que, en definitiva, equivale a una integración del conocimiento”[21].
En cuanto a la segunda de las cuestiones, por una parte, es cierto que una vez fallecida la persona, “las partes corporales pierden su ordenación al bien de la persona y, en consecuencia, son utilizables para trasplantes”. Pero, como sigue indicando Hervada,
[…] este principio debe ser conveniente matizado. No se puede situar al cadáver humano en el mismo plano que el del animal o en el de una simple cosa. El cadáver humano merece muy distinta consideración. El cuerpo muerto ha sido parte constitutiva esencial de una persona humana y algo de tal dignidad queda en él. Es, pues, necesario respetar las exigencias de la moral natural, que prohíbe considerar y tratar el cadáver de un hombre como simple cosa[22].
Entre los moralistas, en la actualidad,
[…] se acepta comúnmente que la ciencia médica necesita al cadáver tanto para la investigación como para la terapia. El progreso científico de nuestra época ha hecho posible que las partes sanas de un cadáver, desde la córnea al corazón, puedan ayudar a mejorar la salud de los vivos, y en ese sentido, todo lo que se haga para fomentar la donación de órganos es tarea laudable. Pero hay que dejar clara la libertad del donante y si ésta no es posible, la de sus allegados[23].
Pero – y aquí está el meollo de nuestro trabajo-, como sigue sosteniendo Miguel Ángel Monge,
No respeta por eso la libertad una ley que establece la donación como cosa obligatoria, como si el cadáver, que no es sujeto de derechos, quedara a merced de la autoridad civil. Este modo de entender, propio de una sociedad secularizada y socializante, está presente en la Ley española de Trasplantes, que establece la condición de donante en todo ciudadano, salvo que expresamente manifieste su oposición a serlo (cfr. Art. 5, 3)[24].
El autor hace mención de la ley española, pero lo mismo se aplica a la actual legislación positiva argentina, como ya sabemos y estamos analizando.
Antes de considerar el problema de la licitud o no licitud de la presunción del consentimiento para la extracción de órganos, incluso por parte de la sociedad política, nos ocuparemos de una cuestión previa, que es la siguiente: la relación entre la persona humana y la misma sociedad política, con el fin de iluminar todavía más nuestra posición acerca de la ilicitud de la presunción del consentimiento y nuestra convicción de que tal presunción en orden a la utilización de los órganos es una señal de auténtico totalitarismo.
 
La relación entre la persona humana y la sociedad política
Con cierta frecuencia, suele plantearse una dialéctica de contradicción entre la persona humana y la sociedad política. Por un parte, nos encontramos con algunos que, en vistas a defender al individuo personal en contra de la sociedad política, afirman un individualismo que se sostiene en diferentes grados pero tiene en todos los casos un factor común: concebir al hombre como un ente autónomo que se relaciona con otros entes autónomos e incluso con ese “mal necesario” llamado “sociedad política”. En contrapartida, nos encontramos con otros que, dado el carácter social del hombre, conocido por experiencia, terminan por diluir al individuo personal en el todo social como si el hombre fuera simplemente un engranaje más de la maquinaria social. Nos parece que la solución correcta de la cuestión de la relación entre la persona humana y la sociedad política no se encuentra en ninguna de estas posturas ideológicas.
A diferencia de estas consideraciones, sostenemos que el hombre es un animal político por naturaleza, que alcanza su perfección más acabada participando de la sociedad política. Teniendo presente que existen bienes privados de la persona y el bien común de la sociedad, también sostenemos que este bien común de la sociedad es el que mejor perfecciona al mismo individuo personal. En algún sentido, el orden social existe en función de la persona humana, si bien ella se ordena a la sociedad política como las partes al todo en otro sentido.
Como señala Juan Antonio Widow,
[…]. Es falsa la perspectiva que toma como punto de referencia la idea de un ser completo y autónomo, desde el cual se tiendan lazos hacia otros entes autónomos que le son semejantes. […]. Salvo Adán, todo hombre ha venido a la existencia a causa de otros, estando así vinculado a ellos por el hecho mismo de existir, y no por alguna decisión posterior[25].
Por consiguiente, sigue diciendo el mismo autor, “[…] si se concibe al individuo humano como un absoluto, como fin y no medio, como libre o independiente de toda necesidad moral, es inevitable la consecuencia de considerar cualquier relación con otro como un servirse de él, como un usar que es conveniente sólo en razón de los fines o intereses privados del primero”[26]. Esta advertencia vale ante la ideología individualista, por cierto.
Entonces, hecha la advertencia contra el individualismo, nos pregutamos: ¿Qué es lo primero, la persona o la sociedad?
Como señala el mismo Widow, “[…] es una cuestión muchas veces planteada, y mal planteada. Hay una confusión de planos, debida por lo general a una intervención de la imaginación ahí donde sólo puede desenvolverse bien la inteligencia”[27].
En el orden entitativo, claro está, la persona humana es primera en relación a la sociedad política, dado que ella es una substancia y la sociedad política es accidental. Pero no se sigue que la primacía de la persona sea absoluta “[..]  y que por consiguiente la sociedad, en el orden moral o práctico, es únicamente el medio para que la aquélla alcance sus fines propios”[28].
Una de las premisas más reiteradas para sostener la primacía de la persona sobre la sociedad, es aquella en que se afirma que no se puede subordinar un ser substancial a un ser accidental, por ser aquél antológicamente superior. En este argumento es donde juega el papel ilegítimo la imaginación: se piensa en un ser substancial y en un ser accidental como si fueran dos entidades físicamente diversas, una superior a la otra. […]
Si fueran físicamente diversas ambas entidades, es decir, si la sociedad, como ente accidental, tuviese una existencia ajena a la existencia de los hombres que la integran, tendría quizás sentido argumentar así. Pero eso es inteligible, si pensamos qué significa ser substancia y qué ser accidente: ningún accidente tiene entidad diversa a la entidad de la subtancia a la cual pertenece, pues su realidad es la realidad de la substancia, a la cual simplemente modifica o determina[29].
Si tenemos presente que “la perfección de un sujeto consiste en un desarrollo o despliegue de su ser accidental”, entonces vemos que “[…] puede afirmarse, sin temor a caer en aberraciones, que el hombre debe ordenarse a la virtud, o que el sabio tenga la sabiduría como fin de su existencia, pues ni la virtud ni la sabiduría son realidades ajeas o inferiores a la realidad del hombre que es virtuoso y sabio”[30].
Para concluir este apartado de nuestro trabajo, terminemos diciendo con el mismo autor:
[…] el hombre tiene como fin principal su perfección de hombre, que es un fin común a todo miembro de su especie; además, por no agotar el individuo humano esta especie, las formas que puede tener tal perfección en otros rebasan sus posibilidades de realización en el individuo. El hombre constituye sociedad al buscar una perfección que es por naturaleza común a él y a los otros y al participar, mediante la comunicación con esos otros, de los distintos modos de la perfección humana que en él, individualmente, no existen ni pueden existir. La sociedad es, pues, un converger ordenado de las personas a su perfección común, y un complementarse ellas en la comunicación mutua de las diversas y multiformes participaciones particulares de esa perfección. Es en este sentido en el cual la sociedad prima sobre la persona, subordinándose ésta de modo natural a aquélla por estar ahí su perfección[31].
 
La presunción del consentimiento acerca de la donación de órganos como señal del totalitarismo de Estado
Hemos visto ya que el acto de donación de órganos es un acto humano que implica, por consiguiente, la deliberación y el consentimiento de la voluntad para ser calificado moralmente. Presumir el consentimiento de acto de donación de órganos es destruirlo como acto de liberalidad –y o de justicia- que es. Importa destacar, como hemos dicho antes, que siendo lícito este acto –atendiendo a la intención del agente y a las circunstancias correspondientes-, sin embargo no está exigido por la justicia. Donar un órgano no es un debitum hacia ningún otro hombre.
Teniendo en cuenta lo dicho antes, salta a la vista la incompatibilidad de la presunción del consentimiento en el acto de donación de órganos con la ley moral natural. Y si el agente de la presunción es la misma sociedad política, que en nuestros días se organiza preferentemente bajo la forma de Estado, la falta de conformidad es todavía más grave atendiendo a las circunstancias de quién es el que presume. De ahí que afirmemos que esta presunción por parte del Estado es una señal de totalitarismo.
Pues si tenemos presente que podemos considerar al fin del  totalitarismo[32] como la transformación de la naturaleza humana, la conversión de los hombres en “haces de reacción intercambiables” y, como dice Michel Schooyans, siguiendo a la misma Harendt, en el totalitarismo “[…] el Estado transciende al ciudadano; es el enemigo del yo en todas sus dimensiones: física, psicológica y espiritual. Requiere de los individuos una sumisión perfecta y exige, si lo considera oportuno, que se le sacrifique la vida”[33], vemos en consecuencia que una medida como la de presumir el consentimiento para la extracción de órganos es totalitaria.
Como sigue diciendo el mismo Schooyans, las acciones totalitarias del Estado inhiben “la capacidad personal de juicio y de decisión”; instauran “una policía de ideas”; culpabilizan y adoctrinan, desprograman y reprograman.
Además, y no debe ser perdido de vista, esta presunción del consentimiento en materia tan grave responde a una mentalidad pragmatista. El pragmatismo es la actitud mental “propia de quien, al hacer sus opciones, excluye el recurso a reflexiones teoréticas o a valoraciones basadas en principios éticos. Las consecuencias derivadas de esta corriente de pensamiento son notables.”[34]
Ciertamente que es práctico –en realidad, pragmático-, declarar por ley a todos donantes a nos ser que se expresen en sentido contrario. Por cierto que de esa manera hay mayor número de futuros “donantes”. Pero dado que el fin no justicia los medios, no es conforme a la moral natural presumir el consentimiento. Y aquí no vale la excusa –tantas veces escuchada y repetida- de que existe la posibilidad de oponerse. Esta no es la cuestión. Como señala Armando S. Andruet (h):
[…] el consentimiento presunto es éticamente cuestionable por resultar el mismo coercitivo para la persona, y por omitir la observancia de los recaudos de consentimiento informado y manifestación voluntaria expresa en el cual el mismo concepto encuentra su propio asiento ontológico.
Como se advierte, no obsta a esta conclusión la circunstancia de que el proyecto admita que el sujeto exprese en vida su voluntad adversa a la donación, ejercitando de este modo su autonomía. Ello es así, porque un tal razonamiento, en rigor de verdad lo que está haciendo, es iniciarse en un punto de partida sesgado a la totalidad del problema y por ello indebidamente limitado.
El ejercicio pleno de la autonomía implica la ausencia de toda carga o “plus” que restrinja la voluntad del sujeto[35].
En relación a las consecuencias prácticas de esta ideología, nos interesa destacar su relación con  las actuales formas de gobierno democrático. En este sentido,
[…] se ha ido afirmando un concepto de democracia que no contempla la referencia a fundamentos de orden axiológico y por tanto inmutables. La admisibilidad o no de un determinado comportamiento se decide con el voto de la mayoría parlamentaria. Las consecuencias de semejante planteamiento son evidentes: las grandes decisiones morales del hombre se subordinan, de hecho, a las deliberaciones tomadas cada vez por los órganos institucionales. Más aún, la misma antropología está fuertemente condicionada por una visión unidimensional del ser humano, ajena a los grandes dilemas éticos y a los análisis existenciales sobre el sentido del sufrimiento y del sacrificio, de la vida y de la muerte[36].
Con esto acabamos nuestra exposición. Independientemente del nombre que se le quiera dar a un sistema de gobierno, lo cierto es que un Estado que adopta medidas que  “inhiben la capacidad personal de juicio y de decisión” es totalitario, y en este caso no nos caben dudas de denominar a sus acciones totalitarias y por consiguiente a su configuración un totalitarismo de Estado.

 
[1] Javier Hervada, Los trasplantes de órganos y el derecho a disponer del propio cuerpo, en Escritos de derecho natural, segunda edición ampliada, Pamplona, EUNSA 1993, p. 213.
[2] Miguel Ángel Monge, Ética, salud, enfermedad, Madrid, Ediciones Palabra, 1991, p. 141.
[3] Miguel Ángel Monge, Ética, salud, enfermedad, p. 142.
[4] Javier Hervada, Los trasplantes de órganos y el derecho a disponer del propio cuerpo, p. 302. Las negritas son nuestras. En relación al tema de las fuentes de la moralidad de los actos humanos, que merece un tratamiento aparte del presente trabajo, mencionemos sucintamente la doctrina acerca de las mismas. Seguimos fundamentalmente al P. Domingo Basso, O.P. para elaborar esta presentación del tema. Como afirma Santo Tomás, “[…] in actione humana bonitas quadruplex considerari potest. Una quidem secundum genus, prout scilicet est actio, quia quantum habet de actione et entitate, tantum habet de bonitate, ut dictum est. Alia vero secundum speciem, quae accipitur secundum obiectum conveniens. Tertia secundum circumstantias, quasi secundum accidentia quaedam. Quarta autem secundum finem, quasi secundum habitudinem ad causam bonitatis”. Las negritas son nuestras. La primera bondad de la que habla Santo Tomás es secundum genus: cuanto la acción tiene de acción y de entidad, tanto tiene de bondad. La segunda bondad de la que habla, es secundum speciem: esta bondad de la acción humana proviene del objeto del acto moral. Santo Tomás la llama “específica” dado que “el acto moral recibe su especie del objeto moral” (Domingo Basso Los fundamentos de la moral, Buenos Aires, Centro de Investigaciones de Ética Biomédica, 1993, p. 191). Para que el objeto de la acción humana lo especifique moralmente es preciso que aquél sea valorado por la inteligencia e intentado por la voluntad. En cuanto a la bondad secundum circumstantias, ellas son accidentes del acto moral. “Se dice ordinariamente, y es verdad, que las circunstancias «no cambian la especie» del acto. Sin embargo, existen casos en los cuales una circunstancia puede ser el aspecto más importante. Entonces esta circunstancia «pasa a la condición de objeto» y la especie del acto cambia automáticamente” (Domingo Basso Los fundamentos de la moral, , p. 194). Por último, nos encontramos con la bondad secundum finem: se trata de una circunstancia del objeto del acto exterior que se convierte en objeto del acto interior de la voluntad. Las fuentes de la moralidad, como ya fue dicho, son el objeto del acto moral, la intención del agente y las circunstancias. Como señala Fernando Cuervo, para determinar la moralidad objetiva completa de un acto moral “hay que valorar juntamente los tres elementos: no es suficiente con uno de ellos, en conformidad con el principio de que para que algo sea bueno es preciso que sea bueno por entero: bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu. Esto quiere decir lo siguiente:
a) que si el objeto es bueno en sí mismo el fin y también las circunstancias pueden hacer que el acto sea malo o bien que tenga una bondad mayor;
b) que si el objeto es en sí mismo indiferente, el fin o las circunstancias pueden hacer que el acto sea bueno o malo; y
c) que si el objeto es malo, ni las circunstancias ni el fin –aunque sean buenos- nunca pueden hacer que el acto moral sea bueno, sino más o menos malo” (Principios morales de uso más frecuente. Con las enseñanzas de la Encíclica Veritatis splendor, Madrid, RIALP, segunda edición, 1995, p. 89).
Citemos por último –para no abundar- un texto de Santo Tomás en el que se refiere que hay un doble elemento –el acto interior y el acto exterior- en la acción humana, refiriéndolos al fin del agente y al objeto de acto moral respectivamente: “Respondeo dicendum quod aliqui actus dicuntur humani, inquantum sunt voluntarii, sicut supra dictum est. In actu autem voluntario invenitur duplex actus, scilicet actus interior voluntatis, et actus exterior, et uterque horum actuum habet suum obiectum. Finis autem proprie est obiectum interioris actus voluntarii, id autem circa quod est actio exterior, est obiectum eius. Sicut igitur actus exterior accipit speciem ab obiecto circa quod est; ita actus interior voluntatis accipit speciem a fine, sicut a proprio obiecto. Ita autem quod est ex parte voluntatis, se habet ut formale ad id quod est ex parte exterioris actus, quia voluntas utitur membris ad agendum, sicut instrumentis; neque actus exteriores habent rationem moralitatis, nisi inquantum sunt voluntarii. Et ideo actus humani species formaliter consideratur secundum finem, materialiter autem secundum obiectum exterioris actus. Unde philosophus dicit, in V Ethic., quod ille qui furatur ut committat adulterium, est, per se loquendo, magis adulter quam fur” (S. Th. I-II, q. 18, a. 6, c.). Las negritas son nuestras.
[5] Javier Hervada, Los trasplantes de órganos y el derecho a disponer del propio cuerpo, p. 302. Las negritas son nuestras.
[6] Javier Hervada, Los trasplantes de órganos y el derecho a disponer del propio cuerpo, p. 303. Las negritas son nuestras.
[7] Javier Hervada, Los trasplantes de órganos y el derecho a disponer del propio cuerpo, p. 302. Las negritas son nuestras.
[8] Javier Hervada, Los trasplantes de órganos y el derecho a disponer del propio cuerpo, p. 304.
[9] Javier Hervada, Los trasplantes de órganos y el derecho a disponer del propio cuerpo, p. 304. Las negritas son nuestras.
[10] Cfr. Pío XII, Alocución del 14 de mayo de 1956. Notemos que la afirmación realizada por Pío XII es cognoscible por la razón natural. Con esto queremos significar que el respeto del cadáver como “algo que fue de un hombre” es una cuestión de ley moral natural y no de modo excluyente de la ley divino-positiva. De suyo, forma parte del contenido de la moral natural, que es perfectamente asumido por la ley evangélica.
[11] Seguimos en nuestra exposición principalmente a Mario Caponnetto Diagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral, en Segundas Jornadas Multidisciplinarias Provinciales de Salud, San Luis, 25 al 27 de noviembre de 2004. Le agradecemos al autor que nos haya facilitado una copia de su trabajo.
[12] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[13] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[14] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[15] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[16] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral. Las negritas son nuestras.
[17] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[18] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[19] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[20] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[21] Mario CaponnettoDiagnóstico de muerte. Un dilema médico y moral.
[22] Javier Hervada, Los trasplantes de órganos y el derecho a disponer del propio cuerpo, p. 308. Como señala Miguel Ángel Monge, “[…] discuten los expertos si es cosa en sentido jurídico o en sentido vulgar, pero esta cuestión aquí no interesa” (Ética, salud, enfermedad, p. 150).
[23] Miguel Ángel Monge, Ética, salud, enfermedad, p. 149-150.
[24] Miguel Ángel Monge, Ética, salud, enfermedad, p. 150.
[25] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político. El orden social: principios e ideologías, Buenos Aires, APC- Ediciones Nueva Hispanidad, 2001, p. 19.
[26]  Juan Antonio Widow, El hombre, animal político. El orden social: principios e ideologías, , p. 23.
[27] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político. El orden social: principios e ideologías, , p. 24.
[28] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político. El orden social: principios e ideologías, , p. 24.
[29] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político. El orden social: principios e ideologías, , p. 24.
[30] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político. El orden social: principios e ideologías, , p. 25.
[31] Juan Antonio Widow, El hombre, animal político. El orden social: principios e ideologías, , p. 25-26.
[32] Seguimos a Hanna Arendt, Orígenes del totalitarismo, Madrid, Taurus, 1951.         
[33] Michel Schooyans, El nuevo orden mundial y la seguridad demográfica, en http://www.vidahumana.org/vidafam/controldem/orden.html.
[34] Juan Pablo II, Encíclica Fides et ratio, 14 de septiembre de 1998, n. 87. En adelante, citaremos FR y el número de parágrafo.
[35] Armando S. Andruet (h), El consentimiento presunto en la ley de trasplantes de órganos. Argumentos críticos, en Topos & Tropos, Año I - Nº3 - Verano 2.004/05, (http://www.toposytropos.com.ar/N3/documentos/dossier_bioetica/bioetica6.htm).
[36] FR,  n. 87.

No hay comentarios:

Publicar un comentario